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Reflexiones sobre “la reforma laboral”

 

La reforma laboral que ha aprobado el gobierno español tal vez podría tenerse por justificada a causa de la delicada situación en que nos ha colocado la actual crisis financiera, provocada por un exceso de especulación que ha llevado, a su vez, a un exceso de endeudamiento público y privado, pero nunca podría justificarse en cuanto reforma estructural llamada a regir las relaciones laborales en España de ahora en adelante y cualesquiera que sean las circunstancias socioeconómicas del país, porque, ¿desde cuándo son un derecho constitucional los beneficios de las empresas y la posibilidad de que un empresario se haga millonario por su pericia, buen hacer o habilidad en los negocios a la hora de compensar los costes con los beneficios obtenidos (costes entre los que se cuentan los salarios de los trabajadores y las cotizaciones al Estado para las coberturas de las distintas prestaciones sociales), y más en caso de colisión con los derechos de los trabajadores (entre los que se encuentra expresamente el “derecho a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia”, tal como recoge el texto fundacional de nuestro ordenamiento jurídico en su artículo 35)?


Es cierto que la Constitución también reconoce, en su artículo 38, “la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”, cuyo ejercicio tendrán que garantizar y proteger los poderes públicos, que deberán velar por “la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”, pero de ahí a que en un momento de crisis económica tan grave como el que atravesamos se le pida un esfuerzo a los menos capacitados para ello, generalizándose recortes en prestaciones y servicios públicos, y se permita que unos pocos sigan atesorando fortunas con sus negocios e incluso las incrementen (dato que se refleja en el vergonzoso aumento en un 25% del consumo de artículos de lujo en España en el año 2011), presionando a las clases sociales media y baja con la excusa de la crisis para que acepten unas condiciones laborales que rozan la explotación (siendo ésa la única motivación oculta que parece dar sentido a las recientes declaraciones de José Luis Feito, Presidente de la Comisión de Economía y Política Financiera de la CEOE, sobre lo que deben o no deben cobrar no ya los trabajadores, sino los parados, que es un colectivo cuyas condiciones y prestaciones deberían resultar indiferentes para la Patronal), de ahí a eso va un trecho inconmensurable, al menos en el ámbito de lo ético. Y en el ámbito jurídico se roza también la ilegalidad, pues nuestra querida Constitución también dice literalmente, en su artículo 31, que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad”. Y tal vez haya llegado ya la hora de pedirles a las rentas altas que hagan un esfuerzo ante la crisis, esfuerzo que debería empezar por la modificación de la reforma laboral en aquellos aspectos en los que se vulneran los derechos de los trabajadores, para continuar con un aumento de los impuestos a esos pocos favorecidos por la “fortuna”, así como con el establecimiento de un tope en las retribuciones y en el reparto de beneficios, ya que de rebajas salariales coyunturales parece que va la cosa.

La actual reforma laboral, como ya se ha denunciado desde los sindicatos y desde distintos partidos de la oposición, lejos de promover la creación de empleo, lo que favorece es su destrucción, pues abarata el despido para posibilitar una recontratación en condiciones de mayor inseguridad laboral que llegan a rozar la explotación, dado que se les ha dado el poder a los empresarios de rebajar los sueldos unilateralmente, en función de sus necesidades productivas, organizativas, técnicas o de competitividad, incluso por debajo de convenio, ya que también se les ha concedido la posibilidad de acordar la inaplicación temporal del convenio por esas mismas causas económicas; asimismo, también por causas económicas, se les ha dado potestad a las empresas, incluso a las no itinerantes, para trasladar a los trabajadores a otro centro de trabajo, aunque ello implique un cambio de residencia no contemplado en el contrato; se ha facultado a las empresas para que realicen despidos tanto individuales como colectivos sin necesidad de justificar previamente que existen circunstancias económicas graves que así lo requieren, pues las circunstancias que se pueden alegar no sólo consisten en presentar pérdidas, sino en una “disminución persistente de su nivel de ingresos o ventas” (esto es, de sus “beneficios”, sin límites económicos ni morales…), o en cambios en “los medios o instrumentos de producción”, o en “los sistemas y métodos de trabajo del personal o en el modo de organizar la producción” o en “la demanda de los productos o servicios que la empresa pretende colocar en el mercado”; se les ha dado prioridad a los convenios de empresa frente a los sectoriales de ámbito autonómico y estatal, con lo que se priva a los trabajadores de cada sector de la protección que les otorgaban los acuerdos conseguidos en la negociación colectiva a gran escala; se les ha capacitado para hacer reducciones de entre un 10% y un 70% de la jornada de trabajo ordinaria y para despedir colectivamente a los trabajadores sin necesidad de autorización administrativa previa, debiendo meramente comunicarlo a la autoridad laboral y a los representantes de los trabajadores, y pudiendo alegar las consabidas causas técnicas, organizativas, productivas o económicas (que en este caso consistirían en las pérdidas actuales o previstas o en la disminución de los beneficios durante tres trimestres consecutivos – y, como siempre, sin indicarse una cuantía o porcentaje, con lo que la ley avala el despido colectivo incluso en casos de empresas con un balance económico positivo –); se les ha otorgado la potestad de realizar despidos de forma procedente por “absentismo” en caso de enfermedad común intermitente incluso con baja médica, salvo que dicha baja sea por un periodo superior a 20 días, aunque no haya causas económicas justificativas ni un mínimo porcentaje de absentismo en la empresa; y se ha abaratado el despido improcedente, al eliminar el pago de los salarios de tramitación, que, en la práctica, quedan sólo relegados a los casos de despido nulo.

En todo el articulado de la reforma las referencias a las medidas para el fomento de la contratación sólo ocupan 8 páginas, mientras que el grueso del texto, en un 75 %, se limita a hablar de despidos y modificaciones en las condiciones laborales en pro de una mayor flexibilidad en las empresas para ajustarse a sus necesidades. Y éste no es puramente un dato cuantitativo, sino que, después de haber leído detenidamente la reforma, y tomando ésta con la debida distancia analítica, se puede llegar objetivamente a la conclusión de que la nueva ley no da alternativas para la creación de empleo ni nuevos modelos para la contratación que no vayan acompañados necesariamente de una previa supresión paralela de puestos de trabajo o una reducción de jornada y salario para la reconducción de los contratos actuales a condiciones precarias, ya que actualmente en España las cifras indican que no hay un mínimo crecimiento económico que pueda generar empleo, sino, muy al contrario, una profunda recesión. De hecho, el argumento que el Presidente del Gobierno daba hace unos días de que la creación de empleo irá paralela al crecimiento económico resulta casi irrisorio por lo evidente. Además, en la rueda de prensa que dio la Patronal sobre la nueva ley ante los medios de comunicación, el propio Presidente de la CEOE, Juan Rosell, reconoció, en relación a las medidas de incentivo a la contratación que la reforma laboral propone, que las bonificaciones del Estado están bien, pero que eso no es lo que les interesa a las empresas.
Por otra parte, el aliento a los nuevos emprendedores como colectivo destinado a sacarnos de la crisis creando puestos de trabajo es cuanto menos manipulador, pues está claro que si cada trabajador por cuenta ajena o parado deciden invertir en el autoempleo sus exangües ahorros en vez de quedarse esperando a verlas venir, e incluso dan trabajo a una o dos personas más, le ahorran ese “trabajo” (nunca mejor dicho) al Gobierno, que podrá presumir de haber reducido el número de parados, además de ahorrarle a la Seguridad Social el pago de las correspondientes prestaciones. Pero una empresa pequeña, que es la que presenta menor capacidad competitiva, difícilmente saldrá adelante en medio de una crisis que, desde su comienzo en el 2008, ha resultado especialmente voraz con las PYMES, por lo que lo más probable es que se vaya a pique al año de haber abierto, como tantas y tantas otras de entre esas 100.000 que en los últimos cinco años se han visto obligadas al cierre. Eso sí, mientras tanto, el número de parados descenderá temporalmente y se pondrá en circulación un dinero que antes estaba inmovilizado en un banco por si surgía algún imprevisto.

En definitiva, lo que ha hecho la reforma laboral es dar primacía a un colectivo sobre otro, anulando la efectividad de un principio constitucional como es el de la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios tanto a los sindicatos de trabajadores como a las asociaciones empresariales, principio que queda establecido en el artículo 7 de la Constitución, y que se concreta en uno de los derechos sociales recogidos en el artículo 37, donde se prescribe que “la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios”. De la vulneración que de este derecho hace la nueva legislación laboral han alertado ya tanto los sindicatos como los representantes de varios partidos de la oposición, que han comunicado su intención de recurrir el Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral ante el Tribunal Constitucional, con el inconveniente de que un recurso de inconstitucionalidad tarda en resolverse una media de 4 años y no paraliza la aplicación de la ley. Y, aunque aún no se ha denunciado en los medios de comunicación, también parece inconstitucional la nueva redacción del apartado 2 del artículo 84 del Estatuto de los Trabajadores, que, saltándose el principio de jerarquía normativa recogido en el apartado 3 del artículo 9 de la Constitución, establece que “la regulación de las condiciones establecidas en un convenio de empresa tendrá prioridad aplicativa respecto del convenio sectorial estatal, autonómico o de ámbito inferior” en materias como la cuantía del salario base, el abono o compensación de horas extra, el horario y distribución de la jornada y las vacaciones anuales.
Parece mentira que a estas alturas algunos tengan tan poco claros los principios constitucionales del Estado democrático y de derecho español que haya que estar publicando artículos con referencias a la Constitución para argüir en contra de leyes ya aprobadas por Real Decreto-Ley que la vulneran ampliamente.

Como decíamos, una cosa es hacer una reforma laboral que dé solución a los problemas en las relaciones laborales que la crisis ha dejado al desnudo y otra cosa muy distinta es llevar a cabo una reforma estructural que pretende elaborar la norma partiendo de lo que sólo es una excepción, pues no sólo la situación histórica actual de crisis económica es excepcional, sino que también las empresas que se encuentran en una posición “crítica” (es decir, extrema) constituyen una excepción.

Con el gobierno anterior no éramos conscientes de la crítica situación en la que estábamos y de la urgencia de flexibilizar las relaciones laborales (abaratando el despido en los contratos indefinidos, sí, pero para incentivar precisamente ese tipo de contratación, así como desincentivando la contratación temporal, penalizando con indemnizaciones progresivamente más altas cuanto más tiempo se prolongaran dichos contratos). Y ello se debió en parte a que la oposición se encargó de repetir hasta el automatismo la idea de que no estábamos ante una crisis global (no sólo europea, sino mundial – véanse, si no, todas las manifestaciones en EE.UU. del movimiento paralelo al de los indignados del 15-M en España, el “Global Square”), sino que lo que nos había llevado a esa situación peligrosamente similar a la de Grecia era una pésima gestión económica del gobierno socialista. Y la desinformación, como en el nazismo, aunque nos parezca que implica una aceptación irracional de una imagen prefabricada para un fin oscuro que no debería escapar a nuestra inteligencia, funciona.
Ahora sí somos conscientes, por fin, de que estamos ante una crisis global, si bien todavía el actual gobierno se refugia en el alegato de que el gobierno anterior lo hizo mal y además les ha dejado unas cuentas peores de las que ellos se esperaban desde la oposición (aun a pesar de que los anteriores, como todo gobierno español desde que existe la democracia, tuvieron que “rendir cuentas” ante el Congreso de los Diputados para “dar cuenta” – de nuevo, la clarividencia del lenguaje – de su gestión). Y parece que la postura adoptada por la mayor parte de la población ha sido volver la vista hacia otro lado ante lo que se avecina (también en parte porque aún es demasiado reciente la reforma como para que empiecen a notarse sus efectos y en parte porque los sindicatos aún no han hecho una campaña exhaustiva de información sobre los perniciosos cambios que introduce la nueva legislación, en muestra de una estrategia de contención ante la posibilidad de negociar con el Gobierno los términos de la reforma en su tramitación como proyecto de ley en el Congreso), porque nos vemos incapaces de afrontar la situación de impotencia e indefensión en que nos han colocado nuestros representantes. Habrá que esperar a ese debate en el Congreso y a los análisis en detalle que, a raíz de ese evento, se produzcan en las calles y en los medios de comunicación. Y esperemos que esta reforma se modere en el Congreso y que no haya que ir a una merecidísima huelga general el próximo 29 de marzo.

Noelia Alarcón Hernández

 

 

 

 

 

 

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