Miércoles 28 de Mayo de 2014 14:36

6. En el sureste de Utah: parques nacionales de Bryce y Zion

por Manager
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 A la mañana siguiente, lunes 9 de junio, después de dar cuenta de un buen desayuno a base de tortitas y mojicones de chocolate, salimos temprano para el Bryce Canyon National Park. La carretera

89 discurre paralela al río Kanab por un paisaje de verdes praderas en las que se ven pacer rebaños de vacas, con una cordillera montañosa al este como telón de fondo, las White y Vermilion Cliffs. Pasado Hatch, hay que desviarse en dirección este para entrar al parque. Éste se encuentra en una mesa a 2.400 metros de altitud; una carretera de unos 30 kilómetros lo recorre de norte a sur, hasta Rainbow Point, la máxima altura con unos 2.800 metros. Una vez allí se puede ir andando varios kilómetros por el borde de la mesa para ver el profundo anfiteatro natural que se abre a los pies del visitante repleto de unas caprichosas formaciones de arenisca llamadas hoodoos (judús, en español; deformación de la voz africana vudú, que significa mágico, encantado).

 

Bryce Canyon 

 

El Parque de Bryce es una especie de jardín de escultura tallada en piedra, además de un paisaje impresionante por la tremenda erosión que ha sufrido la arenisca. Es el territorio de los hoodoos, una estilizada y frágil formación rocosa de color rojizo, anaranjado y rosa con vetas de yeso blanco, de las que hay decenas -probablemente centenares- de miles en el parque, y que hacen de éste un territorio único, casi mágico. Una vez más, los hoodoos son el resultado de la acción del agua, la nieve y el viento sobre la piedra arenisca, que los ha esculpido como si fuera un descomunal ejército de formas fantásticas. Al parecer, hace millones de años se produjo un sobrealzamiento del terreno creándose la mesa en donde nos encontramos, mientras que las corrientes fluviales horadaron un valle entre los dos niveles así formados. El valle se ensancharía posteriormente al socavar los sedimentos de tierra y piedras arrastrados por el río los bordes y laderas de la mesa, ablandando la piedra arenisca y creando barrancos. Con el tiempo, y por la misma acción de los agentes de la naturaleza, los sedimentos fluviales fueron aflorando a la superficie de la tierra y originando formaciones rocosas de tipo fusiforme. Luego, la erosión hizo el resto; al introducirse el agua helada por las grietas de la roca en invierno, desbroza los estratos y talla pináculos y agujas de brillantes colores hasta componer los mágicos hoodoos, que luego, al disminuir de grosor, se quiebran en una acción de la naturaleza que se repite ad infinitum.

 

Hoodoo 

 

Aunque también se dice, ¡cómo no!, que en la zona habitaron los anasazi, son los indios paiute -que en sus leyendas transmitidas  oralmente  decían  que los hoodoos eran personas que habían sido petrificadas como consecuencia de un hechizo- los primeros de los que se conservan testimonios. Hacia 1870 éstos fueron desplazados de la región por los colonos mormones que crearon pequeñas comunidades. Uno de ellos fue Ebenezer Bryce, que se instaló en el valle del río Paria, dedicándose a la ganadería y la explotación de la madera, y que acabó dando su nombre al cañón. A título de curiosidad, llegó a decir que el anfiteatro donde se levantan los hoodoos era “un o lugar endiablado para perder una vaca”; qué otra cosa iba a decir, pues no es sino un auténtico laberinto de frágiles pináculos de arenisca que hacen que el lugar parezca encantado. A principios del siglo XX, como sucedió en el Gran Cañón, empezaron a acudir visitantes a la zona para ver las maravillosas formaciones rocosas. Desde entonces, se tomaron las primeras medidas para garantizar la conservación del lugar hasta que en 1924 fue declarado Parque Nacional de Utah, cambiándose el nombre por el actual unos años más tarde.  Anualmente  lo  recorren  unos dos millones de visitantes y, salvo temporales de nieve, está abierto todo el año.

 

Navajo Loop Trail

 

Bryce, debido a su altitud y a las montañas que lo rodean, es un parque que tiene un microclima especial con un régimen de lluvias que permite que haya bosques pese a la aridez de la zona. Las panorámicas que se divisan desde el borde de la meseta son realmente espectaculares, y hay un sinfín de puntos de renombre evocador o local en torno al anfiteatro: Inspiration, Rainbor, Sanrise, Subset, Fairland, Yovimba, Paria, etc.

 

 

En el Subset Point, justo enfrente de la imponente mole de Thor’s Hammer (Martillo de Thor), unas rocas de piedra arenisca que han sufrido una tremenda erosión (las rocas más duras se convirtieron en columnas, adquiriendo formas extrañas en la parte superior), descendimos por el Navajo Loop Trail, un sendero muy pendiente que evoluciona en zigzag por la pared del desfiladero.

 

 

En pocos minutos estábamos en el fondo, 160 metros más abajo, en un entorno de grandes estructuras rocosas y angostos cañones en umbría. Tras pasar por Wall Street, un estrecho cañón con altos muros de piedra arenisca e imponentes abetos, recorrimos sin excesivas prisas los casi cuatro kilómetros del sendero circular, deleitándonos con las prodigiosas vistas del “bosque” de hoodoos desde la base del anfiteatro y con los enhiestos árboles que surgían por doquier. La vegetación del parque es muy rica en biodiversidad: pinos ponderosa, piñoneros, abetos, álamos, etc.

 

 

Ya arriba, volvemos a ver la panorámica del cañón y cómo éste empieza a cambiar con la luz lateral del sol que crea nuevas y sugerentes formas. Prácticamente desde cualquier punto del borde cuasi circular, y a lo largo de varios kilómetros, se divisan vistas indescriptibles que se pierden en el lejano horizonte, cerrado al sureste por las montañas Black y Navajo. El juego de luces y sombras hace que los colores cambien por momentos, produciendo un efecto casi hipnótico en quien lo contempla.

 

 

Si en algún sitio he lamentado no estar presente al atardecer éste ha sido sin duda el Bryce Canyon, donde las texturas de la piedra y la casi transparencia de las cresterías de los pináculos hacen que sea inigualable verlo con la luz rasante de un sol que no levante mucho en  el  horizonte.  Pero,  qué le vamos a hacer, tenemos que seguir nuestro derrotero hacia el oeste. De lo que no cabe duda es de que Bryce es un parque único, uno de los más espectaculares que he visitado.

 

Manolo con la abuela conductora de autobus

 

Por el mismo camino  -esto es, la carretera 89- regresamos en dirección sur hasta un  villorrio llamado Orderville, en donde nos alojamos en un motel regentado por una extensa y simpática familia mormona, en la que todos los miembros eran rubios, altos y pecosos. Al igual que venía aconteciéndonos los últimos días, en la habitación no había conexión para Internet; además, la oferta de canales que podían verse en el televisor era muy reducida, por lo que  nos ofrecieron una se- lección de DVD –bastante mala, por cierto- para entretenernos. Pero muy amables ellos, nos deja- ron utilizar el único ordenador de que disponían en la recepción, un renqueante trasto que nos permitió conectarnos a Internet y enterarnos de la salvaje huelga de transportistas en España que amenazaba con paralizar el país. Por no haber, en el villorrio no había ni una triste hamburguesería, así que hubimos de desplazarnos unos ocho kilómetros hasta Mount Carmel Jonction, donde dimos cuenta de una cena a base de sopa de picatostes, ensalada y chuletas de cerdo a la bar- bacoa. Estaba claro que nos encontrábamos  en el corazón de la América profunda, arraigada al terruño y ajena a los hábitos consumistas.

 

Cena en Mount Camel Jonction

 

Utah es el estado donde los mormones - dirigidos inicialmente por Joseph Smith y luego por Brigham Young- encontraron refugio para practicar libremente sus creencias religiosas, tras un largo y arduo peregrinaje a mediados del siglo XIX que los llevó desde la región de los Grandes Lagos hasta los vastos territorios allende las Montañas Rocosas. Por entonces, Utah era una tierra de nadie, un desierto, pero la laboriosidad de los pioneros mormones (la abeja es su símbolo) logró que en breve plazo levantaran ciudades como Salt Lake City, numerosos pueblos y asentamientos agrícolas. La religión mormona, que en principio permitía la poligamia, está basada en el trabajo, la austeridad y la cooperación entre sus gentes y con los demás, además de fomentar la natalidad. Utah es el feudo de los once millones de mormones que hay en el mundo, por eso no se ven en el estado muchos inmigrantes ni gentes de color. Sus feligreses han de pagar un diezmo a su iglesia, los más jóvenes deben dedicar un tiempo a la propagación de su fe por el mundo (los vemos en cualquier ciudad andando por parejas, con sus rostros apolíneos, camisas blancas y encorbatados, intentando captar adeptos para su causa) y todos colaborar en labores humanitarias con los más desfavorecidos.

 

 

A la mañana siguiente –lunes 8 de junio- reanudamos el cami- no después de repostar y desayunar en el mismo restaurante de Mount Carmel Jonction donde habíamos cenado la noche anterior. Desde allí hay unos 25 kilómetros hasta Zion National Park, por una carretera realmente espectacular con espléndidas vistas del cañón del río Virgin a lo largo de una serpenteante ascensión en la que hay que atravesar dos largos y estrechos túneles, que sólo permiten la circulación en un sentido, por lo que a veces hay largas colas de espera.En la zona, las montañas son de arenisca grisácea en forma de placas que parece estuvieran pegadas con una argamasa. El cañón se estrecha permitiendo ver la esforzada subida de los vehículos por la cárretera abierta entre las pendientes laderas. Luego, el sorprendente color gris deja paso a los tonos rojizos característicos de la arenisca, menos erosionada aquí por la acción de los elementos. Tras el último túnel el paisaje cambia totalmente y se ensancha hasta formar un inmenso valle en medio de un circo de montañas cortadas en ocasiones a pico (las montañas de Zion y El Capitán de Yosemite Nacional Park constituyen un paraíso para los escaladores de paredes, a los que puede verse en vertiginosas cordadas subiendo las abruptas paredes).

 

Placas de arenisca grisácea

 

El Parque de Zion es un oasis, un santuario al borde del desierto (su nombre deriva de la voz hebrea homóloga, que significa “refugio” o “ciudad celestial”), un auténtico vergel creado por el curso del río Virgin, que fluye sinuoso por el valle entre hileras de álamos, robles y sauces, así como de numerosas praderas cubiertas de flores silvestres, y que está cercado por cumbres que se elevan enhiestas hasta casi 700 metros por encima suyo. El parque tiene varios microclimas según las diferentes alturas del territorio que ocupa, y en consecuencia diversos ecosistemas. Las cumbres de la zona norte son más desérticas y, aunque la pluviometría es baja, en el valle se oye siempre el rumoroso fluir de las aguas, que hace que haya una frondosa vegetación. El parque, enclavado en el extremo suroeste de Utah, a 20 kilómetros apenas del límite de Arizona, es de los más visitados de EE.UU. con cerca de tres millones de personas al año. Hay que dejar el coche estacionado a la entrada y, luego, utili- zar los curiosos autobuses eléctricos del par- que para desplazarse a los diferentes puntos de interés. Éstos tienen una hilera de ventanas cuadradas en el techo que, aparte de ventila- ción, proporcionan las mejores vistas posibles de las verticales paredes del cañón. La verdad es que Zion no se parece en nada al resto de los parques que hemos visitado. Es un parque de extraordinaria belleza natural, pero que no tiene ningún hito /llámase cañón espectacular, hoodoo, arcos naturales o viviendas quasitrogloditas) que lo hagan único, insustituible. Es un parque al que se viene para disfrutar de la naturaleza, para oir el rumor de las aguas, para practicar senderismo, para hacer escalada, para perderse por los cañones y escarpadas montañas…

 

Cañón del río Virgin

 

El Zion Canyon -la base del parque- fue excavado en tiempos remotos por las impetuosas aguas del río Virgin.  Las paredes del cañón –abiertas en el valle, casi cerradas en las estrechas gargantas- son por lo general abruptas y tienen cerca de 700 metros de alto, con los picos dentados y tonos rojizos y blancos. Es lo primero que salta a la vista, la imponente presencia de los farallones de arenisca. Luego, el agua que discurre pacíficamente por el río Virgin, pero, sobre todo, que cae por las paredes del cañón formando cascadas y pequeños estanques.

 

 

Autobus con ventanas en el techo

 

Es la música del agua fluyendo por los entresijos de la piedra. Por desgracia, este paisaje cuasi idílico puede cambiar bruscamente cuando hay tormenta, pues el agua irrumpe con inusitada fuerza entre las estrechas gargantas provocando riadas repentinas que inundan todo el valle.  En suma, es el río Virgin el que hace que el parque de Zion sea como es, pues sus impetuosas aguas, que han quebrado los bordes de la piedra hasta formar los cañones, hacen que la vida aflore en el valle. La orografía del parque tiene una explicación muy similar a la de los otros enclaves de la zona que ya hemos visitado, por lo que no creo procedente extenderme más.

 

 

  

Por la altitud a que se en- cuentra Zion –entre 1.200 y 2.700 metros-, la tierra es ideal para los cultivos, sobre todo de cereales. En su perímetro también hay animales silvestres: ciervos, cabras monteses y pavos. Como en el cercano Bryce, los primeros pobladores del parque fueron los indios paiute. En la segunda mitad del siglo XIX se instalaron en él los pioneros mormones, pero con el tiempo abandonaron sus asentamientos pues las inundaciones repentinas –tan peculiares de este valle- destruían los poblados y la sequía arruinaba las cosechas. Quizás haya que agradecer a semejantes avatares el que Zion se haya conservado en su estado prístino como un oasis de vida en medio de un territorio semiárido.

 

River Walk Trail

 

En un autobús fuimos hasta el extremo norte del parque. Recorrimos, a la par que un variopinto desfile de visitantes (algunos incluso en sillas de ruedas), el River Walk. Éste es un precioso sendero pavimentado, de poco más de un kilómetro, que discurre por un vergel fresco y húmedo, una auténtica delicia comparado con las fatigosas marchas que, bajo el inclemente sol estival, hicimos en los parques precedentes. Al final del sendero, las imponentes paredes del cañón se estrechan, el camino se acaba y quien quiera continuar debe remangarse los pantalones y hacerlo por mitad del río. No seguí más adelante por no disponer de calzado adecuado y no poder andar, debido a mi afección plantar, sobre el lecho de cantos rodados. Mis tres compañeros sí que hicieron una breve incursión por el río, donde empieza la aventura sin la romería de visitantes, pero no tardaron en regresar. En aquel lugar, la vegetación es muy frondosa y puede escucharse el constante goteo del agua. Nos encontramos con una pareja de orondos aragoneses, nuestro primer contacto con paisanos desde que llegamos (aunque nos cruzamos con algún otro más), que estaban también visitando los parques de la región y decían sentirse fascinados por lo que habían visto.

 

Remontando el río Virgin

 

Luego, de nuevo en el autobús, descendimos en una parada próxima para, después de subir una pequeña pendiente, visitar el paraje denominado Weeping Rock -o roca llorona-, una peña de la que cuelga una profusa vegetación por la constante humedad provocada por las aguas que, goteando en cascada, vierten sobre la base. En este lugar nos encontramos con la atractiva treintañera Sue Rakes con la que nos habíamos cruzado casualmente en dos parques anteriores -Arches y Mesa Verde, si mal no recuerdo- y que iba acompañada de sus tres hijos, de cuatro a doce años de edad aproximadamente. Manolo, especialmente, se había fijado en ella desde el primer momento porque llevaba una novísima y costosa cámara digital, lo que le indujo a pensar que pudiera tener algo que ver con el mundo de la fotografía. Al inquirirle al respecto, la dinámica madre se mostró sumamente locuaz nos dijo que era fotógrafa profesional especializada en vistas de la naturaleza. Viajaban desde muy lejos, desde la costa Este –Carolina del Norte para más señas- y casi parecían un grupo de scouts.

 

 

Las criaturas eran de lo más independiente y responsable que uno pueda imaginarse para su edad y la mujer, que estaba francamente orgullosa de su bien avenida troupe, nos dijo que estaba tomando notas para un futuro viaje profesional mientras visitaban la zona. Para ilustrarnos, conectó la cámara y en la pequeña pantalla nos mostró unas espectaculares fotografías de las simas de arenisca próximas al lago Powell. En ese momento comprendí que quizá no habíamos tomado la decisión más adecuada cuando, en una encrucijada del camino, hubo que decidir entre seguir hasta el North Rim o pararse y hacer noche en Page, junto al mencionado lago artificial. Al inclinarnos por la primera opción, no pudimos ver lo que ahora esta mujer nos mostraba en su cámara como ejemplo de imágenes sugerentes. Pero son cosas que pasan en un viaje tan largo en el que a veces hay que improvisar sobre la marcha. La conclusión es que no siempre se puede acertar. Finalmente, la jovial fotógrafa nos dio su tarjeta, la dirección de su página web -www.suerakes.com- y nos despedimos de todos ellos.

 

Los tres hijos de la fotografa. Foto Sue Rakes

 

Seguidamente, y pese a la advertencia que se hacía en el cartel de acceso de que había parajes en los que podía experimentarse vértigo (en los parques, todo -ve- getación, orografía, senderos, fauna, etc.- está perfec- tamente documentado en pequeños paneles), ascendi- mos por un empinado sendero que discurría a lo largo de las abruptas paredes del cañón. En los lugares más difíciles había cadenas en la roca para poder agarrarse a ellas y evitar así la sensación de vértigo, tanto mayor a medida que ascendíamos. En un estrecho punto sin nada a que aferrarse y con la pared prácticamente cor- tada a pico a los pies, tuve miedo y decidí de nuevo no seguir adelante.

 

Weeping Rock Trail. Paso estrecho con cadenas

 

Tenía que haber avanzado lentamente de cara a la roca y con los brazos extendidos sobre ella, sin mirar hacia abajo para no sen- tir vértigo. Pero desistí y desanduve el camino andado, mientras mis compañeros proseguían la ascensión, no especialmente dificultosa sal- vo por algún que otro pasaje angosto. Por unas razones u otras, no había tenido mi día, pese a la indiscutible belleza del parque, posiblemen- te el más a la medida del ser humano de los que habíamos visitado hasta entonces. En el camino de vuelta, me detuve a ver la Court of Patriarchs, un trío de grandes picos dentados a la entrada del parque que llevan los nombres de Abraham, Isaac y Jacob, que destaca por su singular forma.

 

Cauce seco del arroyo

 

Unas dos horas después, vuelvo a encontrar- me con mis compañeros en el gran estaciona- miento que hay junto al centro de visitantes. Me cuentan la bonita excursión, a través del encajonado cauce de un arroyo seco, que me he perdido y las simpáticas e improvisadas compañeras de marcha que han encontrado en las personas de dos jóvenes mormonas, con las que por fortuna han podido hablar en es- pañol. Poco después salimos por la misma carretera, si bien ahora en dirección oeste. Los  pueblos que  hay  en  las  inmediacio- nes del parque son bastante turísticos, con mucho arbolado y están dotados de toda clase de servicios, sobre todo restaurantes y moteles. En uno de ellos, Rockville, nos detuvimos a comer algo y tomar unos des- comunales y deliciosos conos con cinco bo- las de helado surtidas, que nos costaron la bagatela de cuatro dólares. A lo largo del viaje, nos sorprendió bastante que el perso- nal de servicio en restaurantes y cafeterías fuera mayoritariamente nativo (claro que se trataba de zonas no demasiado pobladas), al contrario de lo que suele suceder última- mente en España.

 

Rockville 

 

Durante un buen rato, circulamos por bellos parajes de maizales y praderas en las que pastaban vacas, punteados de pueblitos turísticos bien conservados, hasta la confluencia con la autopista interestatal 70, cerca de St. Georges, en el límite con Arizona. A medida que descendemos, el paisaje empieza a cambiar, a volverse más desértico. Unos kilómetros más y ya estamos en Nevada, en Mesquite en concreto, en donde ya puede avistarse el inmenso desierto que cubre toda la región. A la izquierda, una carretera lleva a la zona vacacional del inmenso lago Mead formado gracias a la presa Hoover sobre el río Colorado, que cuando se construyó a principios de los años treinta fue la más grande del mundo y posibilitó la existencia de ese sinsentido en mitad del desierto que es Las Vegas. Continuamos por largas rectas en mitad del desolado paisaje  hasta que distinguimos en la lejanía las primeras siluetas, vagamente recortadas entre la contaminación y la calima del desierto, de la ciudad del juego por excelencia. La ventisca ensucia de polvo el aire, haciendo que revoloteen montones de pequeños trozos de plásticos y otros restos que parecen dar una vida no deseada al paisaje. A la vista de aquello me pregunto a quien se le ocurriría la infeliz idea de crear esta mastodóntica ciudad del juego en semejante yermo.

Llegando a Las Vegas

 

Como vehículo y ocupantes llegásemos secos a la entrada de tan singular urbe, repostamos ambos en una estación de servicio antes de adentrarnos en su perímetro. La atmósfera está impregnada de un calor seco que nos impele a beber ansiosamente los líquidos carbónicos para sofocar la sed. El galón de gasolina costaba un 15 por ciento más de lo que pagábamos al inicio del viaje, cantidad que fue subiendo paulati- namente y que aquí alcanzó su cenit (de 3,90 pasó a algo más de 4,50 dólares). A un lado de la gasolinera están estacionados en hilera varios enormes camiones, todos ellos emitiendo el brillo resplandeciente del 

sol  crepuscular,  reflejado en el acero cromado de los grandes tubos de escape que sobresalen por encima de la caja. Estos camiones de enormes y vistosas –a veces estridentes- cabezas tractoras son el orgullo de sus conductores y, junto con las esplendorosas Har- ley, los auténticos reyes de la carretera en EE.UU.

 

 

Ultima modificacion el Miércoles 28 de Mayo de 2014 15:00
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