Cuando era pequeño iba a veranear a La Pesga, pueblo lindante a las Hurdes y santuario de la familia: Por las tardes bajábamos al rio a merendar y a bañarnos. Aún no había subido el agua del pantano de Gabriel y Galán, creando ese plano de agua uniforme que tenemos ahora, y el rio tenía distintos sitios, con paisajes muy diferentes, que tenían nombres propios: El charco de la olla; El molino; La pesquera…
Nosotros íbamos a la pesquera, lugar al que daba nombre una pequeña presa de cemento que remansaba el agua. La orilla estaba cubierta de piedras de aluvión, cantos rodados a los que llamábamos royos. Con los más grandes se pavimentaban las calles, cada vecino dando las peonadas que se necesitaran. Las calles se iban pavimentando sucesivamente dependiendo de dónde vivía el alcalde de turno. Los alcaldes eran todos del movimiento nacional, signo de los tiempos, pero vivían cada uno en barrios diferentes. Una suerte, porque así las calles de la Pesga se fueron enroyando poco a poco hasta que llegó el cemento y luego el alquitrán.
Con las piedras más pequeñas yo me pasaba las tardes enteras tirándolas al agua de forma que rebotaran en la superficie: Era un juego entretenido y apasionante: Amargo cuando la piedra caía a plomo haciendo "ploff" y más excitante cuanto más botes se lograban. Conseguir uno o dos era algo relativamente fácil y aun tres estaban al alcance de alguien un poco experimentado. Cuatro eran ya un logro y cinco… ¡ay cinco! Todo el mundo presume de haber llegado al quinto, pero no conozco a nadie que lo haya conseguido.
Si se quería ser eficaz había que escoger bien la piedra: Un peso suficiente para que cogiera inercia pero no tanto que necesitara mucha fuerza; Una forma redondeada, aplastada y lisa, cómo una lenteja.
Con el tiempo la mano tanteaba y escogía la piedra adecuada de forma automática mientras la mirada vagaba perdida por la superficie del agua y la mente se distanciaba de la realidad, cómo le pasa a los derviches sufíes cuando giran sobre su propio eje. Así, yo conseguía las cotas de abstracción que otros logran con estupefacientes prohibidos. De hecho podía abstraerme en cualquier sitio, incluso en la mesa, delante de la comida que no me gustaba, especialmente el potaje de garbanzos. Mi tío Eugenio, para defenderme, decía: "es que este niño es metafísico". En realidad quería decir místico, pero mi tío Eugenio usaba las palabras como le daba la gana que para eso había vivido en Bilbao, había cotizado al PNV y había estado en la cárcel por ello.
Pero yo no era ni metafísico ni místico, solamente estaba atocinado, como muchos chicos en la infancia y adolescencia que saben que pueden permitírselo porque están protegidos por un entorno benevolente.
Y La Pesga era para mí ese entorno benevolente. Acostumbrado a Madrid con todos sus peligros en forma de tranvías, de cruces con semáforos, de mayores que te ofrecían caramelos para sobarte el lomo y de compañeros de cole que trataban de quitarte la merienda, La Pesga era un remanso de paz dónde se podía corretear alegremente y subir hasta el pico sin más peligro que los mozos del campo, que se burlaban a la menor ocasión. Y yo les daba muchas.
Yo llegaba de Madrid al principio de cada verano con la arrogancia de los chicos de ciudad, que se creen superiores porque en su casa hay luz eléctrica, agua corriente y teléfono, y me volvía en el otoño con la sorpresa de haber recibido muchas más lecciones de las que yo pensaba dar.
En La Pesga aprendí a tirar la peonza, a jugar a gata y a la cachera, a nadar, a pescar, a montar en bicicleta, llevándome por delante un montón de ladrillos en el huertito, e incluso a fabricar una escopeta con un tubo de cortina, botecitos de pimentón y pólvora casera.
Más tarde aprendí a jugar al mus, al gilei y a las siete y media (la banca nunca me atrajo), a tirar con escopetas de verdad, una del 22 que tenía Don Marcelino y una del 12 de mi padre. También me cogí mi primera tajada tras una excursión a Junta los ríos (aún agradezco a mi abuelo Nicolás que me librara de las broncas limpiándolo todo) y si no aprendí a bailar fue porque nunca tuve maña para ello, ni aquí ni en Madrid. Ni aunque hubiera vivido toda la vida en Buenos Aires.
Todo eso me permitía ser un pequeño héroe cuando volvía al colegio y contaba todas estas cosas a los compañeros. Por supuesto, otros chicos venían de pueblos pequeños y pasaban allí las vacaciones, pero creo que mi afición a la exageración conseguía que La Pesga se convirtiera en sus cabezas en un territorio mítico, cómo de película, o de cuento. Uno de esos sitios donde se puede hacer de todo y con el que sueñan todos los niños. Así que durante mucho tiempo ejercí la doble vanidad de ser chico de ciudad en La Pesga y chico de pueblo en Madrid.
Después me alcanzó la juventud y empecé a buscarme excusas para ir menos, para dejar de ir: viajes, estudios, la panda de la universidad. La Pesga excitante de mis tiempos de crio no podía rivalizar con lo que Madrid podía ofrecer a un joven.
Al espaciar mis visitas notaba más los cambios tan rápidos que se iban sucediendo: casas más grandes y mejor construidas; la parte de allá del pantano poblada de olivares, pistas, carreteras nuevas y hasta autocares que salín directamente del pueblo. Probablemente el progreso, la pasta de Alemania primero y la de la seguridad social después, se llevaron muchas cosas malas y, la peor de todas, la pobreza. Hoy los niños juegan con las mismas maquinitas que los del resto de España, vemos la misma tele que en Madrid y estamos enchufados a internet y al móvil. Pero yo sigo añorando los royos de la pesquera, la música de Amancio y las partidas de Gilei en el piso de arriba de casa de Lalo. La nostalgia es un excelente detergente para limpiar los recuerdos. Por eso se dice que la patria de un hombre es su infancia.
Por eso quiero terminar citando estos versos de un poeta inglés del siglo XIX, William Wordworth:
Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba. Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse. Porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.
Supongo que los que visteis la película de Elia Kazán lo recordaréis.