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La ciudad de Las Vegas parece un espejismo en medio de un paisaje desolador, un oasis de cemento y vegetación. Una enorme mancha de aceite de bloques de edificios bajos en medio de una planicie desértica, moteada en el centro, en torno a Las Vegas Boulevard -también llamado The Strip-, por una arquitectura abigarrada, disparatada, de proporciones descomunales. Es como si el desierto que rodea la ciudad le permitiera no tener límites al crecimiento. Esta no es, desde luego, Las Vegas que conocí en aquella Nochebuena de 1971, con su Downtown y los complejos hoteleros en torno a The Strip que podían recorrerse fácilmente andando. Era la época de los grandes casinos levantados durante los años de bonanza de la posguerra: los Sands, Desert Inn, Stardust, The Dunes, Sahara, Golden Nugget, Vegas Vic (con su gran anuncio de un vaquero sonriente y fumador perfilado por las luces de neón), Binion’s Horseshoe, etc. Algunos han desaparecido, mientras que otros se han reconstruido de arriba abajo y cambiado de nombre en la década de los noventa. Prácticamente no ha quedado ninguno incólume.
MGM y Tropicana al fondo
Los hoteles casino se han desplazado hacia el sur del bulevar central, muy cerca curiosamente del aeropuerto McCarran que ahora ha quedado enclavado en el centro de la ciudad, pese a que el número de turistas que llegan por avión se ha multiplicado varias veces en este tiempo (la ciudad recibe a unos 40 millones de visitantes al año, de los que cerca de un 20 por ciento son extranjeros; supongo que son bastantes millones los que llegan en avión). Los antiguos hoteles casino que crecían en horizontal, cual gigantescos moteles, han sido susituidos a partir de los noventa por los nuevos complejos hoteleros que crecen en vertical, pudiendo llegar a tener salas de juego de 16.000 metros cuadrados, imponentes torres de 30 pisos, más de cinco mil habitaciones y estacionamientos para miles de vehículos. Al parecer, 18 de los 20 mayores hoteles del mundo se encuentran en Las Vegas, cuya población debe rondar un millón y medio de habitantes y ha crecido sin parar desde los noventa; pero los tiempos están cambiando y, últimamente, son más quienes la dejan que quienes se instalan en ella Por si fuera poco, casi toda la actividad lúdica de la ciudad se concentra en un radio de acción de unos tres kilómetros a lo largo de The Strip.
Noche en Las Vegas
La zona donde se levanta hoy Las Vegas estuvo habitada previamente por los indios paiute, pioneros mormones y trabajadores del ferrocarril, datando la fundación de la ciudad de hace exactamente un siglo. Su despegue inicial vino dado por la construcción de la presa Hoover para regular las aguas del río Colorado y la legalización del juego en el estado de Nevada, coincidiendo con los años de la Gran Depresión. Miles de trabajadores participaron en el proyecto hidráulico, que aportó abundantes recursos de agua y electricidad a la ciudad, optando posteriormente por quedarse en ella. Corrían los años de la Ley Seca, y muchas de las ganancias obtenidas gracias al contrabando de licor y otras actividades delictivas de célebres gángsteres como Bugsy Siegel fueron invertidas en la construcción de casinos. La ciudad floreció en los felices años de posguerra gracias a la prosperidad económica del país –y, en especial, de California; Los Ángeles está a tan sólo 350 kilómetros-, al tremendo crecimiento del parque automovilístico y al auge de la aviación comercial. Fueron años de construcción de grandes complejos por cadenas hoteleras como Hilton y multimillonarios extravagantes como Howard Hughes. En los sesenta, empezaron a montarse grandes espectáculos con artistas como Frank Sinatra y sus compinches cantantes, Elvis Presley -en sus años de len- tejuelas, grandes patillas y obesa decadencia- y otros made in Las Vegas como el excéntrico Liberace, que tiene un museo del más puro kitsch ad maiorem gloriam del artista. Una genuina aportación de Las Vegas a la modernidad fue la wedding chapel (o capilla matrimonial), con relucientes reclamos de neón por lo general, en la que puede contraerse matrimonio civil tras acreditar una brevísima estancia en la ciudad.
Máquinas tragaperras
Esa era Las Vegas que yo conocí en las navidades de 1971. Pero a partir de la década de los noventa el desarrollo de la ciudad se ha acelerado y han crecido como hongos los enormes complejos hoteleros, que compiten en atractivo y espectacularidad para atraer al visitante y que éste no tenga que salir de ellos: restaurantes, bares, comercios de artículos de lujo o baratijas, cines, teatros que programan espectáculos musicales, capillas matrimoniales, auditorios para grandes conciertos y combates de boxeo (casi todos los campeonatos mundiales se celebran en Las Vegas), piscinas exóticas, etc. Pero el hotel está siempre centrado en torno al enorme espacio del casino, que es lo primero que el visitante ve nada más entrar y de lo que, sin duda, más le cuesta salir. Las salidas suele estar hábilmente camufladas para que al visitante, o potencial jugador, se le quiten las ganas de abandonar el lugar a la menor vacilación. Las oportunidades de jugarse los cuartos en él son de lo más variadas: desde las interminables hileras de máquinas tragaperras (en las que abundan las mujeres de edad madura con sus enormes vasos de cartón plastificado repletos de monedas) en los laterales hasta las gigantescas salas de los paneles de apuestas, pasando por la ruleta, el blackjack o los salones donde se juega al póquer en concurridos campeonatos. Los complejos hoteleros son espacios que se cierran sobre sí mismos; uno come y duerme en ellos, pero también juega, pasea, observa, liga con merodeadoras al acecho o con jugadoras ocasionales, se entretiene y, en ocasiones, se queda estupefacto ante todo lo que ve. Si sale es para ir a otro espacio similar o patearse la avenida principal o el Downtown, pues poco más merece verse en esta ciudad del espectáculo y el derroche, del lujo kitsch y el cartón piedra.
Salas de apuestas
En The Strip, el espectáculo alcanza su punto álgido al caer la noche. Las luces de neón que perfilan y resaltan los hitos emblemáticos y los rayos láser hacen que la ciudad cobre el resplandor que no tiene durante el día. Hay una auténtica saturación de hoteles y casinos, que no descollan tanto por su arquitectura como por las recreaciones que tratan de evocar (Nueva York, el Egipto faraónico, Paris, Venecia, los lagos italianos, los mares del Sur, ciudadelas medievales...), lujosos, a veces con gusto pero en conjunto con disgusto (rutilantes dorados, cartón piedra, mármoles relucientes, estatuaria romana, bocas de metro parisinas, pero también magníficos jardines y estanques, fantásticos juegos de luz y agua, deliciosos espacios art-déco, etc.), pues en el desenfreno por sorprender al visitante a veces se incurre en un ataque frontal a los más elementales principios de la estética. Lo que es evidente es que se han invertido muchos miles de millones en esta extravagante y atípica ciudad convertida en parque temático del juego. Aunque hay varios complejos hoteleros en construcción que parecen tener factura original (¿algún consagrado arquitecto premiado con el Pritzker?), últimamente se ha estancado la cifra de negocio y de visitantes, por lo que las autoridades locales buscan promocionar la ciudad como destino turístico a escala planetaria. Supongo que es que no puede crecerse ininterrumpidamente, pero la historia de Las Vegas hasta ahora puede resumirse en que necesita expandirse y reinterpretarse a sí misma para seguir atrayendo a nuevos visitantes… y, si es posible, que piquen en el juego. Si se registra una crisis económica prolongada, Las Vegas lo tiene crudo, pues vive casi exclusivamente del turismo y la construcción. Y tiene rivales incluso en EE.UU.: los casinos de Atlantic City en la costa Este y las loterías, mucho más económicas y cada vez más populares por sus cuantiosos premios. De momento, la ciudad está capeando la crisis en parte gracias al turismo extranjero que se aprovecha del dólar barato y de las auténticas gangas hoteleras que pueden encontrarse.
Mediodía en The Strip
En poco más de una milla -la milla de las luces de neón- se concentra una
veintena de grandes complejos hoteleros a lo largo de la avenida principal, entre ellos los más conocidos: el gigantesco MGM Grand, el Paris, el Venetian, el Luxor, el Excalibur, el New York New York, el Bellagio, el imponente Caesar’s Palace, etc., etc. El antiguo centro de la ciudad, o Downtown, se encuentra unos dos kiló- metros más al norte del límite de esta concentración hotelera, hacia Fremont Street, donde por las noches hay un magnífico espectáculo de luz y sonido y donde se encuentran algunos de los antiguos casinos de los años cincuenta como Binion’s Horseshoe, Vegas Vic y Golden Nugget. En esta zona las manzanas son bastante más pequeñas y las calles más estrechas. Es aquí donde empezó el juego, irradiándose luego los casinos hacia The Strip, cada vez más al sur en busca de mayores superficies sobre las que levantar proyectos megalómanos.
En construcción
Con el ordenador portátil de Manolo y la tarjeta Visa de Fernando, habíamos reservado por Internet dos habitaciones en el Tropicana. El hotel, construido en los años cincuenta, está al final de The Strip, así que hubimos de atravesar la ciudad bajo la luz del atardecer, antes de que empezaran a resplandecer los grandes letreros luminosos. Ya el aparcamiento en superficie es descomunal.
Desde nuestra habitación en el Tropicana
Como está mandado, lo primero con que uno se tropieza nada más entrar en el hotel es el casino, un precioso espacio rectangular con un techo de vidrieras estilo art-nouveau primorosamente restaurado en la última reforma, la llamada sala Folies Bergère, que demuestra de alguna manera la atracción que ejercía todo lo francés a la sazón. En el centro están las mesas de juego y en los laterales, más en penumbra, las máquinas tragaperras, cuyo tintineo no deja de sonar.
Sala Folies Bergère
El hotel era originalmente un edificio de tres alturas con larguísimos pasillos, al que en la ineludible renovación que se hizo en los noventa -en Las Vegas todo es perecedero y, si quiere sobrevivir, tiene que transformarse necesariamente- se añadió una gran torre de 20 plantas con más de 1.200 habitaciones para adaptarlo al megalomaníaco gusto imperante. Esto le permite tener habitaciones de diferentes precios para adaptarse a todos los bolsillos. Para el viajero la estancia no es cara, sobre todo si se evitan las fiestas y fines de semana... y, más aún, la tentación de jugar.
Harley Davidson Café
En la fachada del Tropicana resaltan los motivos caribeños y los exuberantes jardines. Lo mejor del hotel es su gran complejo de piscinas, con cascadas y vegetación tropical; en sus aguas pueden incluso practicarse algunos juegos de azar. Curiosamente, en las habitaciones antiguas –amplias pero algo destartaladas- no hay acceso a Internet, y para conectarse, en zonas como la piscina, hay que pagar una cantidad no precisamente pequeña. Nos llevamos una buena desilusión porque pensábamos que al llegar a una gran ciudad como Las Vegas tendríamos resuelto el problema. Quizá lo que quieren por todos los medios es que el cliente no se distraiga de su papel de jugador y consumidor enganchándose a Internet o, peor aún, satisfaciendo su afición al juego en alguno de los numerosos casinos on-line disponibles en la red. Lo cierto es que nos pareció inexplicable que la conexión a Internet fuera tan complicada en una ciudad donde las nuevas tecnologías están a la orden del día.
Tresaure Island
El cruce de Tropicana Avenue con The Strip es enorme; al menos hay cinco carriles de circulación en cada sentido, y los peatones sólo pueden cruzarlo a través de unos grandes pasos elevados con escaleras mecánicas que hay en las cuatro esquinas. Aunque está casi al final del bulevar, ello se explica porque en esa confluencia se encuentran varios de los mayores complejos hoteleros de la ciudad, a saber: Mandalay Bay, Luxor y Excalibur; New York New York y Montecarlo; MGM Grand y Tropicana. La circulación de vehículos por abajo y peatones por arriba es incesante y, por la noche, merodean las prostitutas aficionadas o profesionales por la zona, al igual que lo hacen a todas horas por las mesas de juego y las barras de los bares de los casinos.
Caesar's Palace
En la acera de enfrente del Tropicana hay numerosos comercios abiertos hasta muy tarde, en los que puede comprarse ropa barata o recuerdos del más puro estilo kitsch, alquilar por horas una imponente motocicleta o un llamativo Lamborghini amarillo, tomar comida rápida de todo el mundo con cubiertos de plástico y en platos de cartón, etc. Destaca el Harley David- son Café, una cafetería repleta de memorab lia para los moteros y nostálgicos de la mítica marca, con una gigantesca Harley surgiendo en tromba de un flanco del edificio. También, galerías repletas de pequeños comercios, una cafetería de Planet Hollywood con toda la parafernalia al uso y un sinfín de tiendas más. En esas dos o tres manzanas se concentra la zona más comercial y concurrida de la ciudad. La gente, multitud de gente de las razas más variopintas, deambula por las anchas aceras, sobre todo al anochecer. En la avenida se mezclan los turistas, los mirones y los jugadores empedernidos , si bien éstos se confinan por lo general a los salones del casino. Aunque la actividad no cesa prácticamente en Las Vegas a ninguna hora del día –probablemente es con Hong Kong la única ciudad que nunca duerme-, el verdadero espectáculo se registra por la noche cuando se encienden las luces de neón y los rayos láser disparan sus haces luminosos, y las aceras del centro se pueblan de gente con ganas de “marcha”. Entonces se produce una auténtica sinfonía de luz y de color, con la que los casinos compiten entre sí para atraer a su potencial clientela. Todos nos sentimos atrapados en esta lúdica y extravagante urbe que se levanta y se reproduce por ósmosis en medio del desierto, y mientras unos se juegan los cuartos y otros contemplan tan inusual y rutilante espectáculo –ya sea en el interior de los casinos o paseando por The Strip-, a unos y otros no nos queda sino gozar de esa sinfonía nocturna que se ofrece a la vista. Quizá no tenga sentido vivir en tan artificiosa ciudad ni comparta uno sus maneras de esparcimiento, pero pasar unos días en ella es sin duda una experiencia sin duda inolvidable.
Mustrario de servicios profesionales
Me llama especialmente la atención el enorme despliegue con que se anuncia el negocio de la prostitución. Por la avenida se ve circular continuamente un camión con remolque que lleva cuatro grandes paneles con fotografías de jóvenes de ambos sexos y todos los colores, con grandes senos, travestis... y una frase que más o menos dice: “Llámenos y en 15 minutos tendrá el objeto de su deseo en su habitación”. Por si fuera poco, los puestos de periódicos gratuitos no son sino propaganda del mismo tema, y en todas las esquinas del centro hay un chicano que ofrece al paseante lo que parece una baraja de cartas y luego resulta ser un muestrario de chicas servicios del mismo tipo en oferta. A partir de los 35 dólares del anuncio más barato –habría que ver los recargos y otras gabelas- se puede llamar, supuestamente, a la modelo de uno de los naipes. Y apenas puedo facilitar más datos del funcionamiento de este negocio pues, al fin y al cabo, tan sólo soy un espectador dispuesto a dejarse sorprender por cuanto ve.
Comoquiera que no jugué más allá de unas monedas y que casi todo el tiempo de nuestra estancia en la ciudad nos lo pasamos recorriendo casinos -Las Vegas es una ciudad de ludópatas y jugadores sobre todo, pero también de mirones, insisto-, creo que lo mejor será que haga un resumen de lo que vi y más me sorprendió. Veamos, pues. Justo en la acera de enfrente del Tropicana se levantan tres grandes complejos hoteleros: el Mandalay Bay que, con más de tres mil habitaciones, reproduce el Sureste asiático en el periodo colonial; el Luxor, una recreación de la arquitectura faraónica, con una pirámide de 30 pisos cuya cima proyecta un potente haz de luz por las noches; y el Excalibur de la leyenda del rey Arturo, un castillo medieval a rebosar de torres y almenas plenas de colorido que parece salido de una película de Walt Disney, y que con sus cuatro mil habitaciones no anda muy a la zaga de los más grandes; además, junto con Circus Circus y Treasure Island es un hotel casino orientado a las familias con niños, pues, aunque parezca mentira, Las Vegas quiere ser un lugar de esparcimiento para gente de todas las edades.
En la esquina de enfrente nuestro, en diagonal, se levanta el impresionante New York New York, que reproduce maravillosamente la silueta del skyline o principales rascacielos de Manhattan y, ¡cómo no!, la Estatua de la Libertad, todo a escala reducida; se accede a él por una réplica del Puente de Brookyn y alrededor del complejo evoluciona, a inusitada velocidad, una gran montaña rusa. Lo importante, como ya he dicho, es llamar la atención de los potenciales clientes y ofrecerles atracciones en consonancia. En su interior, cada uno de los hoteles trata de recrear la atmósfera del lugar o época en cuestión: columnas enormes y tumbas faraónicas si es egipcio, las calles empedradas del Greenwich Village y los rincones preferidos del Central Park en el de Nueva York, aldeas medievales y conjuntos de armaduras en el de los caballeros del rey Arturo, etc., etc.
Y en la acera opuesta de Tropicana Avenue se levanta el MGM Grand que, con más de cinco mil habitaciones, es probablemente el mayor hotel del país (¿hasta cuándo?). Sólo el casino tiene una superficie de 16.000 metros cuadrados, con enormes salones de apuestas (los paneles en los que se siguen éstas son sencillamente impresionantes por sus dimensiones y colorido) y para jugar concursos de póquer; además, cuenta con el mayor auditorio para eventos musicales y deportivos (en él suelen celebrar- se los campeonatos mundiales de boxeo). Rememora, como no podía ser de otra forma, el mundo del cine, y en particular el de la productora del león que ruge; tiene un gran recinto acristalado en el que conviven leones y cuidadores (entiendo que no son domadores pues no llevan látigo) a la vista del público boquiabierto y expectante. En las cercanías se encuentra el Liberace Museum, un templo dedicado al recuerdo de este extravagante cantante y pseudoartista que tanto se identificó con Las Vegas y su lujo del más puro kitsch. Pero hoy día ya no hay cantantes que la ciudad pueda considerar como propios y, si es preciso, no se duda en contratar a Elton John o a Madonna o Céline Dion, pues la globalización lo permite todo. Cuanto más dinero se invierte, mayor es la recaudación a la postre.
New York New York
Y ahora me limitaré a hacer un esbozo de algunos otros hoteles casino que visité durante nuestra breve estancia en Las Vegas. El Montecarlo recrea el mundo de la Costa Azul y de los salones de juego refinados. El París es una réplica de los lugares más emblemáticos de la capital francesa, con una enorme Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Ópera Garnier, calles adoquinadas con bocas de metro art-nouveau, farolas de hierro, boutiques de productos gastronómicos, etc. El Venetian -el antiguo Sands- proyecta ampliarse
Venetian
hasta seis mil habitaciones y cuenta con magníficas reproducciones del Campanile, el Puente de Rialto y el Palacio de los Dux; se puede incluso pasear en góndola por el Gran Canal que tiene delante suyo. El Treasure Island recrea la obra de Stevenson y está pensado para acoger familias con niños (el Cirque du Soleil tiene una compañía estable en él); en la laguna que hay delante suyo se escenifican espectaculares batallas entre barcos piratas y de la Armada británica.
Bellagio. Jardín musical
Dos fueron los hoteles que más me impresionaron; uno de nueva planta y el otro re- novado a fondo en los noventa. Me estoy refiriendo, claro está, al Bellagio y al Caesar’s Palace. El primero, construido hace diez años donde se levantaba antes The Dunes, recrea la atmósfera de la preciosa localidad de dicho nombre a orillas del lago Como. Delante tiene un enorme estanque con fuentes que, al correr durante la noche, dan lugar a bellos espectáculos de luz y agua. En el patio interior hay un precioso jardín en el que los chorros de agua crean una auténtica sinfonía acuática, mientras que el techo del vestíbulo está recubierto por grandes flores multicolores de cristal de Murano. El Bellagio es uno de los mayores hoteles y los comercios que hay en él están a tono con la exquisitez del marco, acogiendo todas las grandes marcas de prendas de vestir y perfumería italianas. No le va a la zaga el Caesar’s Palace, que si bien data de mediados de los sesenta fue renovado a fondo en la década de los noventa. Aunque conserva la hierática suntuosidad de las estatuas romanas y las columnas griegas originales, la decoración actual es más refinada y discreta, aunque por momentos se respira una inevita- ble atmósfera kitsch. El colmo de todo ello es la galería comercial, también con grandes marcas de la moda italiana, que tiene un techo de logrado efecto trampantojo y en la que una imponente cuadriga imperial ocupa toda una gran rotonda. Esa acumulación de imponentes antigüedades es lo que uno no acaba de digerir del todo en este impresionante complejo hotelero rodeado de bellos jardines italianos. Tanto quieren deslumbrarnos a los visitantes que a veces se pasan en el intento.
Y poco más hay que contar de nuestra estancia en Las Vegas. Uno puede tener la sensación de que cualquier tiempo que se pase en ella es excesivo, pero también la contraria, que falta tiempo para ver todo lo que se ofrece al visitante. En cualquier caso, la ciudad es un espectáculo per se, sobre todo al caer la noche como ya he dicho. Pero ya sea por unas u otras razones, lo cierto es que Las Vegas no deja indiferente al visitante. La mejor panorámica de la urbe y sus alrededores puede verse desde la Stratosphere Tower, que con sus más de 300 metros es el edificio
Bellagio. Techo del vestíbulo
más alto de la ciudad; cuenta con un observatorio, un restaurante giratorio y alguna de esas atracciones propias de quienes buscan experimentar sensaciones fuertes. En coche fuimos a ver la Trump Tower, un edificio casi aislado de su entorno con más de 20 plantas de apartamentos exclusivos recubierto de planchas de metal refulgentes bajo la luz crepuscular en el más puro estilo -entre lujoso y hortera- del magnate inmobiliario de dicho nombre. Como si del moderno becerro de oro se tratase o de un descomunal lingote del dorado metal, todo el edificio irradia un resplandeciente fulgor. Tanta es su prepotencia que uno no puede menos de repeler su morboso atractivo. Representa de algún modo el desenfreno de la riqueza, su aislamiento, la especulación, el poder del dinero... Si todo ello brillase no se me ocurre mejor imagen para simbolizarlo que ésta de la provocadora Trump Tower al atardecer, emergiendo como un segundo sol artificial en medio de una ciudad sobre la que se abaten las sombras. Pese a todos nuestros prejuicios, entramos en los servicios que hay en el vestíbulo para darnos el gustazo de orinar entre los suntuosos mármoles, ¡ay qué placer más memorable!
Trump Tower
A la mañana siguiente, lunes 9 de junio, después de dar cuenta de un buen desayuno a base de tortitas y mojicones de chocolate, salimos temprano para el Bryce Canyon National Park. La carretera
89 discurre paralela al río Kanab por un paisaje de verdes praderas en las que se ven pacer rebaños de vacas, con una cordillera montañosa al este como telón de fondo, las White y Vermilion Cliffs. Pasado Hatch, hay que desviarse en dirección este para entrar al parque. Éste se encuentra en una mesa a 2.400 metros de altitud; una carretera de unos 30 kilómetros lo recorre de norte a sur, hasta Rainbow Point, la máxima altura con unos 2.800 metros. Una vez allí se puede ir andando varios kilómetros por el borde de la mesa para ver el profundo anfiteatro natural que se abre a los pies del visitante repleto de unas caprichosas formaciones de arenisca llamadas hoodoos (judús, en español; deformación de la voz africana vudú, que significa mágico, encantado).
Bryce Canyon
El Parque de Bryce es una especie de jardín de escultura tallada en piedra, además de un paisaje impresionante por la tremenda erosión que ha sufrido la arenisca. Es el territorio de los hoodoos, una estilizada y frágil formación rocosa de color rojizo, anaranjado y rosa con vetas de yeso blanco, de las que hay decenas -probablemente centenares- de miles en el parque, y que hacen de éste un territorio único, casi mágico. Una vez más, los hoodoos son el resultado de la acción del agua, la nieve y el viento sobre la piedra arenisca, que los ha esculpido como si fuera un descomunal ejército de formas fantásticas. Al parecer, hace millones de años se produjo un sobrealzamiento del terreno creándose la mesa en donde nos encontramos, mientras que las corrientes fluviales horadaron un valle entre los dos niveles así formados. El valle se ensancharía posteriormente al socavar los sedimentos de tierra y piedras arrastrados por el río los bordes y laderas de la mesa, ablandando la piedra arenisca y creando barrancos. Con el tiempo, y por la misma acción de los agentes de la naturaleza, los sedimentos fluviales fueron aflorando a la superficie de la tierra y originando formaciones rocosas de tipo fusiforme. Luego, la erosión hizo el resto; al introducirse el agua helada por las grietas de la roca en invierno, desbroza los estratos y talla pináculos y agujas de brillantes colores hasta componer los mágicos hoodoos, que luego, al disminuir de grosor, se quiebran en una acción de la naturaleza que se repite ad infinitum.
Hoodoo
Aunque también se dice, ¡cómo no!, que en la zona habitaron los anasazi, son los indios paiute -que en sus leyendas transmitidas oralmente decían que los hoodoos eran personas que habían sido petrificadas como consecuencia de un hechizo- los primeros de los que se conservan testimonios. Hacia 1870 éstos fueron desplazados de la región por los colonos mormones que crearon pequeñas comunidades. Uno de ellos fue Ebenezer Bryce, que se instaló en el valle del río Paria, dedicándose a la ganadería y la explotación de la madera, y que acabó dando su nombre al cañón. A título de curiosidad, llegó a decir que el anfiteatro donde se levantan los hoodoos era “un o lugar endiablado para perder una vaca”; qué otra cosa iba a decir, pues no es sino un auténtico laberinto de frágiles pináculos de arenisca que hacen que el lugar parezca encantado. A principios del siglo XX, como sucedió en el Gran Cañón, empezaron a acudir visitantes a la zona para ver las maravillosas formaciones rocosas. Desde entonces, se tomaron las primeras medidas para garantizar la conservación del lugar hasta que en 1924 fue declarado Parque Nacional de Utah, cambiándose el nombre por el actual unos años más tarde. Anualmente lo recorren unos dos millones de visitantes y, salvo temporales de nieve, está abierto todo el año.
Navajo Loop Trail
Bryce, debido a su altitud y a las montañas que lo rodean, es un parque que tiene un microclima especial con un régimen de lluvias que permite que haya bosques pese a la aridez de la zona. Las panorámicas que se divisan desde el borde de la meseta son realmente espectaculares, y hay un sinfín de puntos de renombre evocador o local en torno al anfiteatro: Inspiration, Rainbor, Sanrise, Subset, Fairland, Yovimba, Paria, etc.
En el Subset Point, justo enfrente de la imponente mole de Thor’s Hammer (Martillo de Thor), unas rocas de piedra arenisca que han sufrido una tremenda erosión (las rocas más duras se convirtieron en columnas, adquiriendo formas extrañas en la parte superior), descendimos por el Navajo Loop Trail, un sendero muy pendiente que evoluciona en zigzag por la pared del desfiladero.
En pocos minutos estábamos en el fondo, 160 metros más abajo, en un entorno de grandes estructuras rocosas y angostos cañones en umbría. Tras pasar por Wall Street, un estrecho cañón con altos muros de piedra arenisca e imponentes abetos, recorrimos sin excesivas prisas los casi cuatro kilómetros del sendero circular, deleitándonos con las prodigiosas vistas del “bosque” de hoodoos desde la base del anfiteatro y con los enhiestos árboles que surgían por doquier. La vegetación del parque es muy rica en biodiversidad: pinos ponderosa, piñoneros, abetos, álamos, etc.
Ya arriba, volvemos a ver la panorámica del cañón y cómo éste empieza a cambiar con la luz lateral del sol que crea nuevas y sugerentes formas. Prácticamente desde cualquier punto del borde cuasi circular, y a lo largo de varios kilómetros, se divisan vistas indescriptibles que se pierden en el lejano horizonte, cerrado al sureste por las montañas Black y Navajo. El juego de luces y sombras hace que los colores cambien por momentos, produciendo un efecto casi hipnótico en quien lo contempla.
Si en algún sitio he lamentado no estar presente al atardecer éste ha sido sin duda el Bryce Canyon, donde las texturas de la piedra y la casi transparencia de las cresterías de los pináculos hacen que sea inigualable verlo con la luz rasante de un sol que no levante mucho en el horizonte. Pero, qué le vamos a hacer, tenemos que seguir nuestro derrotero hacia el oeste. De lo que no cabe duda es de que Bryce es un parque único, uno de los más espectaculares que he visitado.
Manolo con la abuela conductora de autobus
Por el mismo camino -esto es, la carretera 89- regresamos en dirección sur hasta un villorrio llamado Orderville, en donde nos alojamos en un motel regentado por una extensa y simpática familia mormona, en la que todos los miembros eran rubios, altos y pecosos. Al igual que venía aconteciéndonos los últimos días, en la habitación no había conexión para Internet; además, la oferta de canales que podían verse en el televisor era muy reducida, por lo que nos ofrecieron una se- lección de DVD –bastante mala, por cierto- para entretenernos. Pero muy amables ellos, nos deja- ron utilizar el único ordenador de que disponían en la recepción, un renqueante trasto que nos permitió conectarnos a Internet y enterarnos de la salvaje huelga de transportistas en España que amenazaba con paralizar el país. Por no haber, en el villorrio no había ni una triste hamburguesería, así que hubimos de desplazarnos unos ocho kilómetros hasta Mount Carmel Jonction, donde dimos cuenta de una cena a base de sopa de picatostes, ensalada y chuletas de cerdo a la bar- bacoa. Estaba claro que nos encontrábamos en el corazón de la América profunda, arraigada al terruño y ajena a los hábitos consumistas.
Cena en Mount Camel Jonction
Utah es el estado donde los mormones - dirigidos inicialmente por Joseph Smith y luego por Brigham Young- encontraron refugio para practicar libremente sus creencias religiosas, tras un largo y arduo peregrinaje a mediados del siglo XIX que los llevó desde la región de los Grandes Lagos hasta los vastos territorios allende las Montañas Rocosas. Por entonces, Utah era una tierra de nadie, un desierto, pero la laboriosidad de los pioneros mormones (la abeja es su símbolo) logró que en breve plazo levantaran ciudades como Salt Lake City, numerosos pueblos y asentamientos agrícolas. La religión mormona, que en principio permitía la poligamia, está basada en el trabajo, la austeridad y la cooperación entre sus gentes y con los demás, además de fomentar la natalidad. Utah es el feudo de los once millones de mormones que hay en el mundo, por eso no se ven en el estado muchos inmigrantes ni gentes de color. Sus feligreses han de pagar un diezmo a su iglesia, los más jóvenes deben dedicar un tiempo a la propagación de su fe por el mundo (los vemos en cualquier ciudad andando por parejas, con sus rostros apolíneos, camisas blancas y encorbatados, intentando captar adeptos para su causa) y todos colaborar en labores humanitarias con los más desfavorecidos.
A la mañana siguiente –lunes 8 de junio- reanudamos el cami- no después de repostar y desayunar en el mismo restaurante de Mount Carmel Jonction donde habíamos cenado la noche anterior. Desde allí hay unos 25 kilómetros hasta Zion National Park, por una carretera realmente espectacular con espléndidas vistas del cañón del río Virgin a lo largo de una serpenteante ascensión en la que hay que atravesar dos largos y estrechos túneles, que sólo permiten la circulación en un sentido, por lo que a veces hay largas colas de espera.En la zona, las montañas son de arenisca grisácea en forma de placas que parece estuvieran pegadas con una argamasa. El cañón se estrecha permitiendo ver la esforzada subida de los vehículos por la cárretera abierta entre las pendientes laderas. Luego, el sorprendente color gris deja paso a los tonos rojizos característicos de la arenisca, menos erosionada aquí por la acción de los elementos. Tras el último túnel el paisaje cambia totalmente y se ensancha hasta formar un inmenso valle en medio de un circo de montañas cortadas en ocasiones a pico (las montañas de Zion y El Capitán de Yosemite Nacional Park constituyen un paraíso para los escaladores de paredes, a los que puede verse en vertiginosas cordadas subiendo las abruptas paredes).
Placas de arenisca grisácea
El Parque de Zion es un oasis, un santuario al borde del desierto (su nombre deriva de la voz hebrea homóloga, que significa “refugio” o “ciudad celestial”), un auténtico vergel creado por el curso del río Virgin, que fluye sinuoso por el valle entre hileras de álamos, robles y sauces, así como de numerosas praderas cubiertas de flores silvestres, y que está cercado por cumbres que se elevan enhiestas hasta casi 700 metros por encima suyo. El parque tiene varios microclimas según las diferentes alturas del territorio que ocupa, y en consecuencia diversos ecosistemas. Las cumbres de la zona norte son más desérticas y, aunque la pluviometría es baja, en el valle se oye siempre el rumoroso fluir de las aguas, que hace que haya una frondosa vegetación. El parque, enclavado en el extremo suroeste de Utah, a 20 kilómetros apenas del límite de Arizona, es de los más visitados de EE.UU. con cerca de tres millones de personas al año. Hay que dejar el coche estacionado a la entrada y, luego, utili- zar los curiosos autobuses eléctricos del par- que para desplazarse a los diferentes puntos de interés. Éstos tienen una hilera de ventanas cuadradas en el techo que, aparte de ventila- ción, proporcionan las mejores vistas posibles de las verticales paredes del cañón. La verdad es que Zion no se parece en nada al resto de los parques que hemos visitado. Es un parque de extraordinaria belleza natural, pero que no tiene ningún hito /llámase cañón espectacular, hoodoo, arcos naturales o viviendas quasitrogloditas) que lo hagan único, insustituible. Es un parque al que se viene para disfrutar de la naturaleza, para oir el rumor de las aguas, para practicar senderismo, para hacer escalada, para perderse por los cañones y escarpadas montañas…
Cañón del río Virgin
El Zion Canyon -la base del parque- fue excavado en tiempos remotos por las impetuosas aguas del río Virgin. Las paredes del cañón –abiertas en el valle, casi cerradas en las estrechas gargantas- son por lo general abruptas y tienen cerca de 700 metros de alto, con los picos dentados y tonos rojizos y blancos. Es lo primero que salta a la vista, la imponente presencia de los farallones de arenisca. Luego, el agua que discurre pacíficamente por el río Virgin, pero, sobre todo, que cae por las paredes del cañón formando cascadas y pequeños estanques.
Autobus con ventanas en el techo
Es la música del agua fluyendo por los entresijos de la piedra. Por desgracia, este paisaje cuasi idílico puede cambiar bruscamente cuando hay tormenta, pues el agua irrumpe con inusitada fuerza entre las estrechas gargantas provocando riadas repentinas que inundan todo el valle. En suma, es el río Virgin el que hace que el parque de Zion sea como es, pues sus impetuosas aguas, que han quebrado los bordes de la piedra hasta formar los cañones, hacen que la vida aflore en el valle. La orografía del parque tiene una explicación muy similar a la de los otros enclaves de la zona que ya hemos visitado, por lo que no creo procedente extenderme más.
Por la altitud a que se en- cuentra Zion –entre 1.200 y 2.700 metros-, la tierra es ideal para los cultivos, sobre todo de cereales. En su perímetro también hay animales silvestres: ciervos, cabras monteses y pavos. Como en el cercano Bryce, los primeros pobladores del parque fueron los indios paiute. En la segunda mitad del siglo XIX se instalaron en él los pioneros mormones, pero con el tiempo abandonaron sus asentamientos pues las inundaciones repentinas –tan peculiares de este valle- destruían los poblados y la sequía arruinaba las cosechas. Quizás haya que agradecer a semejantes avatares el que Zion se haya conservado en su estado prístino como un oasis de vida en medio de un territorio semiárido.
River Walk Trail
En un autobús fuimos hasta el extremo norte del parque. Recorrimos, a la par que un variopinto desfile de visitantes (algunos incluso en sillas de ruedas), el River Walk. Éste es un precioso sendero pavimentado, de poco más de un kilómetro, que discurre por un vergel fresco y húmedo, una auténtica delicia comparado con las fatigosas marchas que, bajo el inclemente sol estival, hicimos en los parques precedentes. Al final del sendero, las imponentes paredes del cañón se estrechan, el camino se acaba y quien quiera continuar debe remangarse los pantalones y hacerlo por mitad del río. No seguí más adelante por no disponer de calzado adecuado y no poder andar, debido a mi afección plantar, sobre el lecho de cantos rodados. Mis tres compañeros sí que hicieron una breve incursión por el río, donde empieza la aventura sin la romería de visitantes, pero no tardaron en regresar. En aquel lugar, la vegetación es muy frondosa y puede escucharse el constante goteo del agua. Nos encontramos con una pareja de orondos aragoneses, nuestro primer contacto con paisanos desde que llegamos (aunque nos cruzamos con algún otro más), que estaban también visitando los parques de la región y decían sentirse fascinados por lo que habían visto.
Remontando el río Virgin
Luego, de nuevo en el autobús, descendimos en una parada próxima para, después de subir una pequeña pendiente, visitar el paraje denominado Weeping Rock -o roca llorona-, una peña de la que cuelga una profusa vegetación por la constante humedad provocada por las aguas que, goteando en cascada, vierten sobre la base. En este lugar nos encontramos con la atractiva treintañera Sue Rakes con la que nos habíamos cruzado casualmente en dos parques anteriores -Arches y Mesa Verde, si mal no recuerdo- y que iba acompañada de sus tres hijos, de cuatro a doce años de edad aproximadamente. Manolo, especialmente, se había fijado en ella desde el primer momento porque llevaba una novísima y costosa cámara digital, lo que le indujo a pensar que pudiera tener algo que ver con el mundo de la fotografía. Al inquirirle al respecto, la dinámica madre se mostró sumamente locuaz nos dijo que era fotógrafa profesional especializada en vistas de la naturaleza. Viajaban desde muy lejos, desde la costa Este –Carolina del Norte para más señas- y casi parecían un grupo de scouts.
Las criaturas eran de lo más independiente y responsable que uno pueda imaginarse para su edad y la mujer, que estaba francamente orgullosa de su bien avenida troupe, nos dijo que estaba tomando notas para un futuro viaje profesional mientras visitaban la zona. Para ilustrarnos, conectó la cámara y en la pequeña pantalla nos mostró unas espectaculares fotografías de las simas de arenisca próximas al lago Powell. En ese momento comprendí que quizá no habíamos tomado la decisión más adecuada cuando, en una encrucijada del camino, hubo que decidir entre seguir hasta el North Rim o pararse y hacer noche en Page, junto al mencionado lago artificial. Al inclinarnos por la primera opción, no pudimos ver lo que ahora esta mujer nos mostraba en su cámara como ejemplo de imágenes sugerentes. Pero son cosas que pasan en un viaje tan largo en el que a veces hay que improvisar sobre la marcha. La conclusión es que no siempre se puede acertar. Finalmente, la jovial fotógrafa nos dio su tarjeta, la dirección de su página web -www.suerakes.com- y nos despedimos de todos ellos.
Los tres hijos de la fotografa. Foto Sue Rakes
Seguidamente, y pese a la advertencia que se hacía en el cartel de acceso de que había parajes en los que podía experimentarse vértigo (en los parques, todo -ve- getación, orografía, senderos, fauna, etc.- está perfec- tamente documentado en pequeños paneles), ascendi- mos por un empinado sendero que discurría a lo largo de las abruptas paredes del cañón. En los lugares más difíciles había cadenas en la roca para poder agarrarse a ellas y evitar así la sensación de vértigo, tanto mayor a medida que ascendíamos. En un estrecho punto sin nada a que aferrarse y con la pared prácticamente cor- tada a pico a los pies, tuve miedo y decidí de nuevo no seguir adelante.
Weeping Rock Trail. Paso estrecho con cadenas
Tenía que haber avanzado lentamente de cara a la roca y con los brazos extendidos sobre ella, sin mirar hacia abajo para no sen- tir vértigo. Pero desistí y desanduve el camino andado, mientras mis compañeros proseguían la ascensión, no especialmente dificultosa sal- vo por algún que otro pasaje angosto. Por unas razones u otras, no había tenido mi día, pese a la indiscutible belleza del parque, posiblemen- te el más a la medida del ser humano de los que habíamos visitado hasta entonces. En el camino de vuelta, me detuve a ver la Court of Patriarchs, un trío de grandes picos dentados a la entrada del parque que llevan los nombres de Abraham, Isaac y Jacob, que destaca por su singular forma.
Cauce seco del arroyo
Unas dos horas después, vuelvo a encontrar- me con mis compañeros en el gran estaciona- miento que hay junto al centro de visitantes. Me cuentan la bonita excursión, a través del encajonado cauce de un arroyo seco, que me he perdido y las simpáticas e improvisadas compañeras de marcha que han encontrado en las personas de dos jóvenes mormonas, con las que por fortuna han podido hablar en es- pañol. Poco después salimos por la misma carretera, si bien ahora en dirección oeste. Los pueblos que hay en las inmediacio- nes del parque son bastante turísticos, con mucho arbolado y están dotados de toda clase de servicios, sobre todo restaurantes y moteles. En uno de ellos, Rockville, nos detuvimos a comer algo y tomar unos des- comunales y deliciosos conos con cinco bo- las de helado surtidas, que nos costaron la bagatela de cuatro dólares. A lo largo del viaje, nos sorprendió bastante que el perso- nal de servicio en restaurantes y cafeterías fuera mayoritariamente nativo (claro que se trataba de zonas no demasiado pobladas), al contrario de lo que suele suceder última- mente en España.
Rockville
Durante un buen rato, circulamos por bellos parajes de maizales y praderas en las que pastaban vacas, punteados de pueblitos turísticos bien conservados, hasta la confluencia con la autopista interestatal 70, cerca de St. Georges, en el límite con Arizona. A medida que descendemos, el paisaje empieza a cambiar, a volverse más desértico. Unos kilómetros más y ya estamos en Nevada, en Mesquite en concreto, en donde ya puede avistarse el inmenso desierto que cubre toda la región. A la izquierda, una carretera lleva a la zona vacacional del inmenso lago Mead formado gracias a la presa Hoover sobre el río Colorado, que cuando se construyó a principios de los años treinta fue la más grande del mundo y posibilitó la existencia de ese sinsentido en mitad del desierto que es Las Vegas. Continuamos por largas rectas en mitad del desolado paisaje hasta que distinguimos en la lejanía las primeras siluetas, vagamente recortadas entre la contaminación y la calima del desierto, de la ciudad del juego por excelencia. La ventisca ensucia de polvo el aire, haciendo que revoloteen montones de pequeños trozos de plásticos y otros restos que parecen dar una vida no deseada al paisaje. A la vista de aquello me pregunto a quien se le ocurriría la infeliz idea de crear esta mastodóntica ciudad del juego en semejante yermo.
Llegando a Las Vegas
Como vehículo y ocupantes llegásemos secos a la entrada de tan singular urbe, repostamos ambos en una estación de servicio antes de adentrarnos en su perímetro. La atmósfera está impregnada de un calor seco que nos impele a beber ansiosamente los líquidos carbónicos para sofocar la sed. El galón de gasolina costaba un 15 por ciento más de lo que pagábamos al inicio del viaje, cantidad que fue subiendo paulati- namente y que aquí alcanzó su cenit (de 3,90 pasó a algo más de 4,50 dólares). A un lado de la gasolinera están estacionados en hilera varios enormes camiones, todos ellos emitiendo el brillo resplandeciente del
sol crepuscular, reflejado en el acero cromado de los grandes tubos de escape que sobresalen por encima de la caja. Estos camiones de enormes y vistosas –a veces estridentes- cabezas tractoras son el orgullo de sus conductores y, junto con las esplendorosas Har- ley, los auténticos reyes de la carretera en EE.UU.
Eran poco más de las 4 de la tarde cuando, después de pagar los consabidos 25 dólares (se pagan cinco dólares más cuando hay transporte, siempre gratuito, en el interior del parque), entramos por el acceso de Desert View a unos 2.300 metros de altitud, en el South Rim, o borde sur, del Grand Canyon National Park. Desde allí puede verse una gran panorámica del curso previo del río y de la confluencia con el Paria, su afluente, a unos 1.400 metros por debajo del nivel en que nos encontrábamos. En la década de los treinta se levantó una torre vigía de tres pisos, a semejanza de las que construían los anasazi, desde la que puede contemplarse una grandiosa panorámica del parque. Una ancha carretera, la Desert View Drive, bordea durante unos 35 kilómetros el majestuoso cañón hasta el extremo este. A lo largo del camino hay varios miradores para satisfacer la demanda del incipiente turismo con la vista del cañón; el principal es Grand View Point adonde, al parecer, llegó en 1540 la expedición comandada por Coronado, de la que dio testimonio escrito 20 años después un clérigo apellidado Crespi. Por desgracia, en fecha muy reciente zonas muy extensas del bosque han sido pasto de las llamas, que han dejado un rastro de desolación a su paso. El centro propiamente dicho del parque está bastante más allá, en la zona de Grand Canyon Village, que cuenta con todos los servicios necesarios: el centro de visitantes, los alojamientos del parque (hotel, residencias, cabañas), la cafetería-restaurante, el supermercado, etc. En torno al conglomerado hay varios miradores más para contemplar el cañón en toda su majestuosidad: Yaki Point (en donde comienza el sendero de mayor pendiente para bajar al fondo del cañón, 13 kilómetros en los que se salvan más de 1.400 metros de desnivel) y Yavapai Point (de donde sale el otro y más largo sendero –20 kilómetros- para descender a las profundidades del cañón), ambos nombres evocadores de pueblos indígenas que vivieron en la zona. A partir de ahí comienza otra carretera, la Hermit Road, que en temporada alta sólo se puede transitar en autobuses del parque, y que tiene también varios puntos panorámicos igualmente sugerentes: Maricopa, Hopi, Mohave y Pima.
Panorámica del Gran Cañón desde la torre vigía en lña entrada de Desert View El Gran Cañón se inicia en la confluencia de los ríos Paria y Colorado, al este, y se extiende por el oeste más de un centenar de kilómetros hasta cerca de las aguas embalsadas del lago Mead. A finales del siglo XIX hubo varios intentos infructuosos de explotar el cobre del fondo del cañón (el acarreo del mineral en mulas no hacía rentable la empresa), a lo que siguió la construcción de hoteles para satisfacer el incipiente turismo en la zona. Pero sólo en 1908, a raíz de una visita del presidente Theodore Roosevelt al cañón en la que dijo que éste debía preservarse para las futuras generaciones “como la maravilla que todos los americanos deberían conocer”, quedaría el cañón bajo la protección del Estado.
Testimonio de la llegada de Coronado en 1540 En 1919 fue declarado parque nacional y, actualmente, es visitado por cerca de cinco millones de personas al año; se recomienda evitar las visitas en pleno estío, por el calor sofocante (sobre todo en el fondo) y las aglomeraciones. Además del servicio de autobuses del parque, un antiguo tren de vapor recorre el trayecto entre el parque y la ciudad de Williams, cien kilómetros al sur, en las cercanías de Flagstaff. Vista desde un mirador de Desert View Drive El cañón está formado por numerosos estratos de roca –caliza, sobre todo, arenisca y esquisto- que se superponen en paralelo, y ya en la base, e inclinados a causa de la mayor erosión, por otros de cuarzo y esquisto. Si bien su origen se remonta a tiempos remotos, los mayores cambios datan de fecha relativamente reciente para la geología: hace unos cuatro millones de años, las turbulentas aguas del río Colorado comenzaron a excavar las paredes del cañón, que hoy se encuentra a unos 1.400 metros de profundidad, siendo mayor la erosión en algunos puntos debido a la inclinación de la meseta del Kaibab que está en la base. La anchura del cañón y sus originales formaciones rocosas son consecuencia, una vez más, de la erosión que producen la lluvia, el viento y el hielo en las capas de arenisca y caliza.
Puesta de sol cerca de Canyon Village Al congelarse el agua en invierno debido a las bajas temperaturas, las grietas que hay en la piedra se expanden y presionan sobre las rocas: las más blandas se erosionan y dan lugar a paredes inclinadas, mientras que las más duras resisten y forman paredes verticales. Tal es la panorámica que podemos ver a todo lo largo del Gran Cañón: laderas con montículos y pináculos erosionados que se sustentan sobre otros más anchos cortados a pico. El gradiente inclinado de las capas inferiores de la meseta y el gran volumen de sedimentos que arrastra el río son los principales causantes de la erosión. El cañón es una auténtica sinfonía de colores por los diversos estratos de piedra que lo forman, variando ésta en el curso del día según la incidencia y la intensidad solar. Si ya de por sí es monumental el cañón –por sus formas repetidas ad infinitum y por sus extraordinarias dimensiones, que lo hacen de todo punto incomparable- su belleza radica sobre todo en la iridiscente gama de colores de las rocas y en los sutiles cambios de luces y sombras según cómo incida la luz solar.
Las sombras se abaten sobre el Gran Cañón Pero volvamos ahora a lo que nos importa, a nuestra visita al parque. Nada más llegar nos dirigimos a la central de reservas para buscar alojamiento. Era un jueves por la tarde y estábamos al comienzo de la temporada alta, así que difícilmente se podía ser optimista acerca de la posibilidad de encontrar un sitio donde alojarnos. Pero no había más remedio que intentarlo. Por fortuna, mi actitud pesimista no se vio confirmada, pues alguien acababa de hacer una cancelación y había quedado libre una habitación doble con dos camas matrimoniales en una de las residencias del parque. Sin duda, podríamos arreglarnos para pasar una noche. Aprovechando la ocasión y la buena suerte que parecía acompañarnos, nos apuntamos en una lista de espera para alquilar una cabaña al día siguiente en Phantom Ranch al fondo del cañón, si bien nos advirtieron de que nuestras posibilidades de conseguirlo eran muy reducidas pues bastante gente lo había solicitado antes que nosotros. Teníamos que volver allí a las 6,30 de la mañana del día siguiente, momento en que se distribuían las plazas vacantes entre los presentes por riguroso orden de lista. ¡Menudo madrugón nos esperaba, pues! Aprovechamos el resto de la tarde para descansar, visitar el Canyon Village, recorrer algunos miradores desde los que se divisa el cañón y cenar frugalmente. Lo mejor vino a la hora del crepúsculo, cuando la conjunción de los colores y formas de la piedra y la iridiscencia e intensidad de la luz vespertina crea una atmósfera única en el cañón, haciendo que los largos -¿o cortos?- minutos en que las últimas luces se pierden en el horizonte resulten poco menos que inolvidables, grabándose indeleblemente en nuestra retina. Seguidamente, tras los ecos de las exclamaciones de admiración de algún que otro visitante conmocionado ante tamaña belleza, el cañón empieza a difuminarse, a desdibujarse, a volverse imprecisos sus límites, a desaparecer, y todo el espacio circundante se cubre de sombras. Fue una experiencia casi mística, de comunión con la naturaleza, similar en cierto modo a la que vivimos días atrás en el Parque Nacional de Arches al contemplar el Delicate Arch bajo los iridiscentes matices de la luz crepuscular (aunque aquí debo señalar que, para Manolo, la sutileza del solitario arco visto bajo la luz crepuscular no tiene parangón).
Fotógrafo "retro" con diapositivas y cámara de placa A la mañana siguiente estábamos los cuatro compañeros de fatigas puntuales a la cita que iba a determinar si podríamos bajar o no al fondo del cañón. Los americanos acostumbran levantarse al amanecer, por lo que las 6 de la mañana no es una hora intempestiva para ellos, pero en este caso tan temprana hora estaba plenamente justificada pues había que descender al fondo del cañón por un sendero muy empinado de 13 kilómetros y, en lo posible, había que evitar hacerlo en las horas centrales del día. Llegada la hora, un empleado con aire somnoliento comenzó a pasar lista pero nadie contestó hasta que llegó a nosotros, así que volvimos a recibir una agradable sorpresa: definitivamente podíamos alojarnos en una cabaña de Phantom Ranch y, por tanto, emprender de inmediato el descenso.
Bajando por el South Kaibab Trail Como ya hubiéramos aprovisionado las mochilas previendo que pudiéramos pasar la noche en el fondo del cañón, tomamos un autobús del parque hasta Yaki Point (a 2.213 metros de altitud) y empezamos a descender por el South Kaibab Trail hasta Phantom Ranch (a 768 metros sobre el nivel del mar), en la otra orilla del río; en total, 13 kilómetros de pronunciada pendiente que salvaban 1.445 metros de escalofriante desnivel. Al inicio del sendero vemos una serie de carteles que llaman a la moderación y avisan del peligro que supone cualquier tentativa de bajar y subir en el mismo día, pues todos los años hay que rescatar una media de unos 200 excursionistas que desfallecen en el intento, además de que una media docena pierden la vida sobre todo por despeñamientos.
Punto de observación
Durante largos trechos, el sendero tiene rellanos escalonados de algo menos de un metro de ancho para facilitar el paso de las mulas, que, formando expediciones, portan en sus lomos visitantes, comida (para Phantom Ranch) y basura (generada en el rancho). No hay ni gota de agua en el camino, pero ello no nos importaba pues cada uno de nosotros llevaba consigo al menos dos litros. Nos detenemos en las escasas y pequeñas explanadas del camino a contemplar las distintas panorámicas del cañón que la bajada nos ofrece. Como sea, quiero retener en la retina, en la memoria, en los pulmones, el espectáculo inigualable que el descenso me ofrece. A esa hora el calor era aún soportable. En dos o tres ocasiones nos cruzamos con reatas de mulas que subían con su correspondiente carga. Descendimos a paso -más bien diría a trote- ligero, saltando prácticamente de tramo en tramo y pasando a cuantos senderistas encontramos en nuestro camino, y tardamos un poco más de tres horas y media en llegar al fondo del cañón (lo normal es de cuatro a seis horas), en donde hubimos de cruzar un puente metálico colgante para pasar a la otra orilla. Mi calzado, que no era de montaña, salió maltrecho de la experiencia y sólo pedía que me aguantase hasta la ascensión del día siguiente.
Reata de mulas regrasando a South Rim
A la salida del puente hay un remanso del río Colorado con una pequeña playa en la que estaban varadas varias balsas de rafting, sin duda procedentes de esas expediciones que se hacen por el curso del río desde el lago Powell hasta el lago Mead para disfrutar durante varios días de la espectacularidad de los parajes del cañón y de las corrientes bravas. Uno sólo puede bañarse en la orilla de los remansos, pues de lo contrario correría el riesgo de que las fuertes corrientes lo arrastrasen río abajo. Hasta Phantom Ranch todavía hay que andar cerca de un kilómetro entre una vegetación de clima más cálido, como lo demuestra la profusión de chumberas y árboles caducifolios. Fácilmente, habría diez grados de diferencia entre el borde superior y el fondo del cañón.
A esa altura, un arroyo de aguas bravas, el Bright Angel Creek, desagua en el Colorado, que lleva mucho caudal en esta época del año debido al deshielo. Phantom Ranch tiene una casona central que hace las veces de cantina y tienda de bebidas, alrededor de una docena de cabañas con cuatro literas cada una y unos corrales para los animales de carga. Junto al arroyo hay un terreno de acampada en el que algunos jóvenes han levantado sus tiendas. Bajar hasta allí siempre había sido un sueño desde la primera, y ya lejana, vez en que estuve por aquellos parajes: en el verano de 1970, con Ingrid y unos amigos de Phoenix, y en la Nochebuena de 1971, en que pese a nuestros deseos (iba con mi hermano y unos amigos de la Universidad de Santa Barbara) no pudimos bajar al fondo del cañón por encontrarse toda la zona cubierta de nieve. Así que a la tercera fue la vencida. Además, apenas estaba fatigado pese al impresionante descenso que hicimos en tan breve espacio de tiempo. Después de aquello me creía capaz de acometer cualquier proeza.
Cerca del río Colorado
Como en el interior de la cabaña hiciese calor, me fui a la orilla del riachuelo para tratar de aliviar la fatiga de los pies dentro del agua fresca. La vista desde el fondo del cañón es mucho menos dramática, menos impresionante, que desde arriba por la falta de perspectiva; también hay menos matices de color porque la sombra se echa pronto encima debido a la gran profundidad del cañón. Al atardecer, cenamos en el segundo turno –a las 19,30 horas- en la cantina de Phantom Ranch. Hay que contratar previamente el alojamiento y la comida arriba, pues no se puede superar el número de plazas libres y cada turno de comida está calculado para unos 35 comensales. Eso sí, ponen las fuentes y las perolas a rebosar de comida, de manera que es muy difícil que uno salga con hambre de allí. Para cenar teníamos una copiosa ensalada con toda clase de verduras frescas, un contundente estofado de ternera y un buen trozo de pastel. La atmósfera que reinaba en el lugar era sumamente distendida, como si todo el mundo se conociera de antemano, como si estuviéramos en un albergue de montaña.
Compartíamos la mesa y los bancos corridos con cinco mujeres de mediana edad que procedían de todas las partes del país, sobre todo de los estados del Este, de Nueva Inglaterra. Una de ellas era de Nuevo México y no paraba de cantar las excelencias de la vida cultural de Santa Fe, pequeña ciudad que cuenta con una numerosa comunidad de artistas (adquirió renombre sobre todo gracias a la pintora Georgia O’Keefe) y con una de las principales óperas del país. Tras presentarnos unos a otros, nos hicimos fotos, nos reímos de lo lindo, charlamos sobre viajes y actividades de senderismo, etc.
Algunas de aquellas mujeres se habían atrevido a hacer el recorrido del Rim to Rim, es decir, bajar el cañón desde el North Rim o cara norte, continuar por el North Kaibab Trail (unos 12 kilómetros por el fondo del cañón) y subir por el Bright Angel Trail hasta el South Rim, cerca de 50 kilómetros en total, con desniveles de 1.400 a 1.600 metros según la cara del cañón, que suelen hacerse en dos o tres días de marcha.
El problema es qué hacer con el coche, pues una vez completado el recorrido habría que recogerlo en el lado opuesto, a más de 300 kilómetros por carretera. Hay que reconocer que muchos americanos tienen auténtico espíritu aventurero y no se arredran ante nada. Por desgracia, mis queridos compañeros de viaje apenas podían comunicarse por su casi total desconocimiento del inglés. Al anochecer, y para bajar la cena, hicimos una breve marcha (¡había que tener ganas después de la paliza que nos habíamos metido por la mañana y, más aún, de la que nos esperaba al día siguiente!) por el North Kaibab Trail, alumbrados por la luz de los frontales de Fernando y Pilar y por alguna que otra luciérnaga que encontramos al paso.
Cena en Phanton Ranch
A la mañana siguiente, después de aprovisionarnos de una bolsa de comida y bebidas energéticas que nos dieron en Phantom Ranch y de recoger la basura que tenemos que portar con nosotros, emprendimos el ascenso al South Rim por el sendero con menos pendiente, esto es, el Bright Angel. Hay que cruzar también otro puente colgante, si bien éste más corto. La ascensión es algo más fácil por aquí, aunque bastante más larga, unos 20 kilómetros en total. También hay más sombra y se puede encontrar agua en tres puntos a lo largo del camino.
Puente colgante sobre el Colorado
Tras iniciar con brioso ímpetu la subida, a los siete u ocho kilómetros empecé a desfallecer de cansancio y deshidratación. Conforme avanzaba el día el calor se hacía más sofocante y las zonas de sombra en el camino disminuían hasta desaparecer prácticamente. Al llegar a Indian Garden, casi mediada la ascensión, paré con Manolo junto a un manantial a la sombra -para entonces Fernando y Pilar se habían adelantado ya hasta perderlos de vista- y, tras descalzarnos, metimos los pies y la cabeza en el agua y descansamos un rato en aquel oasis de vegetación frondosa. Yo no hacía más que beber (probablemente mi agotamiento se debió en parte a que apenas comí nada durante la ascensión) y echarme agua por todo el cuerpo. Todavía quedaban dos fuentes de agua a unos cinco y tres kilómetros del Rim, pero para entonces yo estaba sin resuello y confieso que hubo momentos en que lo pasé francamente mal.
Panorámica de la subida por el Bright Angel Trail
Seguí subiendo a duras penas en compañía de Manolo, que también estaba pasando por un difícil trance. Pero el pundonor y la necesidad hicieron que sacara fuerzas de flaqueza. Tenía la frente empapada en sudor, y éste caía ya salado por los ojos causándome cierta picazón y nublándome la vista, lo que unido al cansancio no contribuía en nada a mejorar mi prestación. Al menos, a modo de consuelo podía ver las referencias de desnivel en los montículos de la cara norte y, al comprobar que me iba acercando al borde, recobraba ánimos. Ya en las dos últimas paradas con fuentes de agua podía verse a bastantes excursionistas que habían descendido hasta allí, en especial a la última, a algo menos de tres kilómetros del borde; por supuesto, luego regresaban. Claro que yo llevaba ya 17 kilómetros a mis espaldas, bastante más de mil metros de ascensión y un agotamiento que no tenía paliativos. Yo sufría, a la vez que sentía un inmenso gozo por la hazaña realizada; pero ciertamente que sufría bajo aquel sol de justicia que no cejaba de cebarse en mí desde las primeras horas del día. Mi calzado, casi destrozado por los continuos e implacables rebotes durante el apresurado descenso, apenas podía resistir más embates. Ya al límite del agotamiento, Manolo y yo pasamos un puente de arenisca y unos 200 metros más allá arribamos al South Rim. Nos dejamos caer derrengados en la hierba. Habíamos empleado 6 horas y 40 minutos en hacer la interminable ascensión, que por momentos devino angustiosa (la estimación media para hacerla es de seis a nueve horas). Fernando y Pilar habían llegado unos 20 minutos antes y, evidentemente, en mejor estado de forma. La verdad es que fue toda una machada pues la ascensión se las traía, pero decididamente me lo pensaría mucho a la hora de repetir la experiencia.
Punto de agua en la subida
Ya algo repuestos del tremendo esfuerzo, tomamos unos sándwiches, bebimos unas cervezas y compramos algunos recuerdos en Canyon Village, tras lo que proseguimos la ruta deshaciendo el camino andado. Durante un rato seguimos viendo las laderas escarpadas del cañón hasta que salimos del parque por el mismo lugar por donde habíamos entrado. Volvimos a Cameron y luego subimos por la carretera 89 hasta un punto cerca de Page en que ésta se bifurca, dirigiéndonos hacia el oeste. En Mable Canyon, un paraje desértico en el que hay una presa, volvimos a encontrarnos con el curso del Colorado, encajonado entre estrechas paredes cortadas a pico. Aunque en principio teníamos intención de visitar la presa Hoover en las cercanías de Las Vegas, ya no volveríamos a ver más las aguas del impetuoso río. A partir de ahí, dejamos atrás el territorio semidesértico donde malviven los indios navajo y, tras una ligera ascensión, nos introdujimos en una vasta región boscosa. Después de 60 kilómetros atravesando bosques (una vez más, por momentos fantasmales, calcinados por los implacables incendios forestales), llegamos a Jacob Lake que era nuestra siguiente parada y fonda. Es curioso, lo que tomamos en el mapa por un pueblo más o menos grande aunque solitario, apenas era más que una estación de servicio, una cafetería, un motel y varias decenas de cabañas en medio del bosque nacional de Kaibab, una elevada meseta a unos 2.000 metros con un microclima propio.
Último esfuerzo bajo el inclemente sol
Aunque ya era tarde, por fortuna el motel aún no estaba lleno; nos dieron una habitación y una cabaña de madera. La noche no tardó en echarse encima y, cuando fuimos a cenar, sólo estaba abierta ya la barra de la cafetería, una curiosa barra en forma de U en la que los parroquianos (trabajadores forestales, moteros, viajeros de paso como nosotros...) mantenían animadas conversaciones entre sí. Parecía que fuésemos una gran familia en la que todos nos conociésemos, exponente ilustrativo de esa virtud que tienen los americanos de comunicarse sin prejuicios con el primer desconocido que tienen a su lado. Al poco apareció, habladora y sonriente, una mujer grande y bella enfundada en una chupa de cuero y con un pañuelo anudado al estilo pirata a la cabeza, vestimenta típica de los moteros que viajan con sus majestuosas Harley Davidson. Habladora y sonriente, enseguida se alzó el tono jovial del resto de los presentes, intensificándose el cruce de conversaciones, a la vez que las apuestas entre nosotros sobre si la motera viajaría sola o iría acompañada de un arrogante colega.
Motero sin casco
A lo largo del camino vimos a muchos moteros, la mayoría en la cincuentena y enfundados en sus chupas y pantalones de cuero, surcando parsimoniosamente el asfalto con sus poderosas y relucientes motos (entre otros, un grupo de cinco cubanos y portorriqueños que hacían el trayecto de ida y vuelta entre Miami y los Angeles en dos semanas). Marchan en general en grupo, conducen con aire marcial –los brazos alargados, los pies extendidos- y no se les ocurre hacer alardes en la carretera. Es como un modo de entender la vida, una filosofía: cuando uno es maduro y tiene una posición desahogada puede darse el capricho de tener una Harley y enrolarse en un club en el que encuentra a otros aficionados como él. Conducir una Harley, y no otra marca de moto por muy buena que sea, es un símbolo de poderío y prestigio, una ostentación recatada que, por lo general, no está al alcance de todos. Tener una Harley es tener un estatus entre los moteros, a la vez que un estilo de vida: elegante, poderoso, sereno, distinto y distante, algo narcisista y muy ligado a la idea de libertad.
Grupo de moteros y sus relucientes Harley Davidson
Nos sorprende mucho –especialmente a Fernando, que es motero de toda la vida y se muere de la envidia- ver a estos jinetes del asfalto sin el consabido casco de uso obligatorio en nuestras latitudes. Pero es que estamos en EE.UU. y los conceptos de libertad y responsabilidad tienen aquí diferentes matices. Ahora que, eso sí, las leyes están para cumplirlas, por eso nadie se excede en la velocidad. Vimos, pues, muchos moteros sin casco, así como circular artilugios rodantes de impensable homologación en nuestras carreteras, pero en los más de 4.000 kilómetros que recorrimos no vimos ni un solo accidente. A modo de colofón, puedo decir que aquella singular barra de aquella cafetería en medio de un bosque era un espejo de cierta América profunda, en la que los parroquianos mezclaban tradición con modernidad, el sombrero vaquero con el pañuelo pirata y la chupa motera, la carcajada espontánea y sonora con la risa amortiguada, la ingenuidad del vaquero con la sutileza del viajero urbano, etc., etc.
Panorámica del Gran Cañón desde el North Rim
Desde Jacob Lake hubimos de recorrer aún 60 kilómetros más entre pinos, abetos y abedules (por momentos calcinados, cómo no), hasta llegar al North Rim del Grand Canyon National Park, que está en una meseta unos 300 metros por encima de la cara sur. El lugar más alto del parque es el Point Imperial, a 2.684 metros sobre el nivel del mar, desde el que se divisa una vista espectacular del cañón. Hay un sendero –el North Kaibab- que desciende hasta el fondo del cañón, habiendo de recorrer luego unos 10 kilómetros por él para llegar hasta el lecho del río Colorado, que fluye junto a las paredes del South Rim y prácticamente no puede verse desde allí. El sendero para descender, de unos 13 kilómetros, es muy empinado. Pero nosotros nos dábamos por satisfechos con nuestra hazaña del día anterior.
Terraza del centro de visitantes
Dimos un largo paseo por el borde para contemplar las espectaculares vistas que se nos ofrecían a la vista, si bien me parecieron más impresionantes las del otro lado, quizá por haber podido gozar de la magia de los iridiscentes colores crepusculares. Desde la amplia terraza de la cafetería-restaurante se disfrutaba de una vista realmente espectacular. Debido a la mayor altitud y a la orientación, este lado es más frío y tiene una vegetación más alpina. En realidad, está cerrado desde noviembre hasta mediados de mayo a causa de la nieve, mientras que la otra cara está abierta todo el año (si bien, como ya he dicho, la Nochebuena de 1971 no pude bajar con unos amigos al fondo del cañón por estar cubierto de nieve).
Grandes extensiones de bosque quemadas
En el camping vimos unas caravanas enormes, casi auténticos remolques vivienda, así como grandes camionetas y vehículos todoterreno con las ruedas increíblemente sobrealzadas, entre ellos algún que otro Hummer, transporte originariamente militar reconvertido para fines pacífico. También, alguna pandilla de moteros maduros con inmensas Harley, en una de las cuales nos hicimos fotos. En el recinto había un cine al aire libre (esto es, un drive-in) con un gran anfiteatro para el esparcimiento nocturno de los campistas. Además de las habituales ardillas, vimos algún que otro pavo silvestre.
Exuberante naturaleza
Pero había muchísima menos gente en este lado del parque, debido posiblemente a que está más aislado y es de más difícil acceso, tiene un clima bastante más frío gran parte del año, cuenta con menos instalaciones y a que las vistas que se divisan desde él son algo menos sobrecogedoras pues apenas puede verse el río. Quizás había sido excesivo el esfuerzo que hubimos de hacer para llegar hasta allí: recorrer más de 300 kilómetros por espacios semidesérticos y gigantescos bosques, por territorios despoblados para ver la otra cara del cañón. Habría valido más la pena, seguramente, visitar el entorno de Page con el lago Powell y sus incomparables simas de arenisca fragmentada. De momento, nos habíamos saturado de bosques y, en menor medida, de vistas panorámicas del cañón, siempre más espectaculares al atardecer gracias a los juegos de luces y sombras.
Por el mismo camino regresamos a Jacob Lake. Luego, siempre entre bosques, tomamos la carretera 89nen dirección a Kanab, ya en el estado de UTA, en donde al parecer nos había precedido hace unos meses la mujer del presidente Bush que, junto con unas amigas, había pernoctado allí para visitar el parque Bryce. Tras cenar ricamente, pasamos la noche en uno de los muchos moteles que hay en la localidad.
El lodge es la categoría superior
Creo que es el momento de hablar un poco de esa institución tan americana que es el motel. Incluso se dice que es una de las cosas más genuinamente americanas junto con el béisbol, la coca cola y el pastel de manzana (apple pie). El motel (vocablo que es una contracción de motor y hotel) nació a finales de los años veinte, designándose por dicha voz aquellos hoteles de determinadas características que estaban situados a las afueras de las ciudades para albergar a los primeros turistas motorizados. Posteriormente se extendieron por los centros de los pueblos, las zonas turísticas y, de modo especial, por el desértico oeste americano, en el que lo que sobra es terreno. Muchos se levantan junto a estaciones de servicio o centros comerciales, y por lo general en lugares tranquilos y aislados o en torno a un gran patio retranqueado junto a la carretera. La arquitectura suele ser sencilla e impersonal, anodina, con edificios bajos de una o dos plantas y alargados; el motel se extiende en horizontal, no crece en vertical. Casi parece que fueran hangares a la orilla de la carretera. Suelen tener letreros grandes de neón con nombres exóticos o evocadores, para atraer al viajero; la magnitud y luminosidad de los letreros son aspectos importantes a la hora de ejercitar el reclamo. Junto a las habitaciones debe haber un estacionamiento para el vehículo, por lo que prácticamente no hay distancia del maletero a la puerta. Las habitaciones –de unos 20 metros de media, incluido el cuarto de baño- tiene dos camas grandes y son totalmente asépticas, austeras, casi diría espartanas, sin el menos lujo ornamental (bueno, a veces algún horrible paisaje idílico cuelga de la pared) ni otro aparato que el indispensable televisor; muchas veces ni siquiera hay teléfono.
Motel
En ocasiones tienen pequeñas placas de cocina, sobre todo cuando el motel dispone de apartamentos familiares (dos habitaciones con uno o dos baños y un saloncito). El espacio destinado a la recepción es mínimo –con un timbre o campanilla para avisar en caso de ausencia de quien hace las veces de recepcionista- y apenas hay más servicios en ella que una cafetera melita, con algún cookie o caramelo, y un frigorífico de pago con bebidas no alcohólicas; a veces, también una selección, bastante mala por lo general, de DVD. La comunicación entre los cliente es prácticamente nula pues no hay salas de uso común y no suelen servirse desayunos. Todo lo más, los clientes pueden encontrarse en la pequeña piscina, allí donde la hay. Las pernoctaciones suelen ser breves, de uno a tres días. Lo característico del motel es esa sensación de estar de paso en el hospedaje y en la localidad. Las mayores ventajas del motel es que el precio de la estancia es módico en comparación con otras instalaciones hoteleras y que garantiza el anonimato. Se rellena un escueto formulario, se paga por adelantado y, a cambio, se reciben las llaves de la habitación; por las mañanas uno cierra la puerta, deja la llave y se larga.
Mesa Verde National Park dista unos 15 kilómetros de Cortez, en dirección oeste. Al desviarnos de la carretera para entrar en el parque, ascendemos un buen trecho hasta una mesa –o pequeña meseta alzada sobre el terreno circundante, como ya he dicho- poblada de bosques de coníferas y abedules. Vastas zonas boscosas han sido recientemente pasto de las llamas, que han dejado un siniestro y desolador escenario a su paso, como si los árboles fueran figuras espectrales renegridas o blancuzcas, según cuál sea la especie, sin rastro de vida, salvo la vegetación del suelo que no tarda mucho en volver a brotar.
Bosque incendiado
Los incendios, la mayoría de las veces provocados por el aparato eléctrico que desatan las tormentas, son implacables en su avance descontrolado por estas enormes masas forestales. La meseta del Colorado -que abarca prácticamente el estado de Utah y partes de Arizona, Nevada, Colorado y Nuevo México- tiene un clima continental con muy marcados contrastes según las estaciones y entre el día y la noche: calor y frío, y sobre todo un régimen de lluvias muy desigual con estaciones muy secas. Entristece ver bosques tan imponentes calcinados por el fuego, pero a partir de aquí sería una constante durante casi todo nuestro periplo. ¡Ah! justo a la entrada del parque vimos un coyote, de aspecto escuálido a decir verdad, a orillas de la carretera; el pobre posó incluso un rato para nosotros, pero puso pies en polvorosa cuando intentamos acercarnos a él. Por cierto, una regla estricta de los parques nacionales es que hay que preservar la naturaleza y la vida animal, por lo que ni siquiera
puede darse alimentos a las curiosas ardillas que se acercan a nosotros con sus patas delanteras plegadas en actitud suplicante.
Mesa Verde es el principal patrimonio arqueológico-cultural de EE.UU. Aquí vivieron durante unos 700 años los anasazi o pueblos ancestrales, abandonando la zona a principios del siglo XIV en el espacio de una a dos generaciones, para integrarse seguidamente entre los pueblos indígenas de la región (navajos, hopi, ute...). Se alegan diversas razones para explicar esta diáspora: un intenso ciclo de sequías, el agotamiento de los recursos de subsistencia, la presión ejercida por pueblos enemigos, etc. La falta de testimonios escritos abre las puertas a cualquier conjetura. Su desaparición en un breve plazo de tiempo recuerda, en cierto modo, la teoría de la extinción de los dinosaurios sobre la tierra. Por fortuna ambos nos han dejado un legado: sus esqueletos los dinosaurios y las cliff dwellings o viviendas de los cañones, en Mesa Verde, el Cañón de Chelly (al suroeste, en Arizona) y algún otro lugar de la región, los llamados pueblos ancestrales. Los anasazi construyeron edificaciones de piedra en los nichos excavados por el agua en las paredes del cañón, formadas por estratos de arenisca (piedra porosa) y esquisto (impermeable); el agua que se introduce por las capas de piedra se hiela en invierno y hace que la arenisca se fragmente, disolviéndose por la acción del viento y dando lugar así a los salientes o nichos donde los anasazi construyeron su habitat.
Cliff Palace
El lugar, una mesa rodeada por un cañón entre frondosos bosques, fue descubierto por vaqueros locales a finales del siglo XIX. Como hemos dicho, apenas se sabe nada sobre sus pobladores originales, pero a partir de los restos que han llegado hasta nosotros, al menos sabemos que los anasazi eran buenos constructores, que vivían en casas de piedra, que elaboraban utensilios y armas para la caza y, sobre todo, que fueron capaces de vivir en ubicaciones dispersas y de difícil acceso.
Cliff Palace es el espacio habitado más grande que se conserva en Mesa Verde
Con la arenisca hacían una especie de ladrillos o bloques rectangulares que pegaban con una argamasa hecha a base de agua y arena. En las tres comunidades principales que se han preservado las habitaciones son pequeñas, de poco más de cuatro metros. Las estancias traseras, no expuestas a la luz solar, y superiores se utilizaban para el almacenamiento de las cosechas. Las habitaciones daban a una pequeña cámara circular o kiva en la que había un hogar para cocinar, practicar ceremonias, secar la atmósfera de las filtraciones de agua y calentar el ambiente en los días de frío.
Escalera de acceso a Balcony House
Cultivaban maíz, fríjoles, calabaza, etc. y practicaban la caza. Pero las condiciones de vida debían ser bastante duras, pues el agua había que subirla de los arroyos que había en la parte inferior del cañón o recogerla de las filtraciones a través de la roca, las superficies de cultivo eran pequeñas y dispersas, además de estar también unos 200 metros más abajo, en suma, que la vida era demasiado ardua en aquel escondite natural en que se instalaron los llamados pueblos ancestrales.
Balcony House y sus difíciles accesos
De algún modo, fueron precursores de la basura ecológica: arrojaban sus residuos por las laderas que se abrían frente a los hogares, dando lugar así a un compost en el que la vegetación crecía. Había una estricta organización del trabajo: los hombres se dedicaban a las labores de cultivo y la caza; las mujeres molían el maíz y elaboraban cestos y útiles de cerámica, y los ancianos contaban historias a los niños en las kivas. Pese a las grandes dimensiones de algunas de las cliff dwellings que se han preservado, el espacio siempre es reducido en ellas, por lo que la vida comunitaria debía estar forzosamente muy bien organizada.
Manolo saliendo de una angostura
Desde la entrada del parque hay unos 20 kilómetros hasta el extremo sur de Chapin Mesa en que se levantan las principales cliff dwellings o viviendas cuasi trogloditas de los cañones, a saber: Balcony House, Cliff Palace y Spruce Tree House. Todas ellas son comunidades con moradas de uno a tres pisos construidas en los nichos abiertos en la roca. El acceso a las dos primeras, enclavadas a una altura elevada en el borde del cañón, es un tanto difícil, y se hace por medio de escaleras y de estrechos túneles abiertos en la roca o de angostas aberturas entre las paredes.
Nuestra solícita ranger
Las visitas son siempre guiadas por un guarda del parque. Balcony House tiene 40 habitaciones y está unos 200 metros por encima del Soda Canyon; de lejos, parece realmente que estuviera suspendida en el aire. Aunque se han acondicionado las vías de acceso, para llegar a ella hay que subir por una ancha escalera de madera de unos diez metros de alto y, luego, por otra más pequeña; además, hay que gatear por un pequeño túnel y pasar entre angostas paredes. Fue un auténtico placer escuchar las explicaciones que nos dio la guía que nos enseñó Cliff Palace, una joven grandullona, rubia y sonriente a más no poder; parecía que dominara cabalmente la situación, y lo cierto es que tan sólo llevaba una semana desempeñando el trabajo. Es la cliff dwelling más grande, pues tiene 150 habitaciones y 23 kivas, o cámaras ceremoniales, con tres alturas en algunos puntos. Para acceder a ella hay que descender por un camino empina- do y subir en total cuatro escaleras de mano. No dejó de resultarme curioso que todo el mundo subiera los empinados peldaños, ya fuesen niños o mayores. Parecía algo de lo más natural. Es muy posible que en España no se hubiera consentido algo así en un par- que público alegando motivos de seguridad, pero en EE.UU. la gente asume desde muy temprano una mayor cuota de responsabilidad sin problemas.
Spruce Tree House, en el fondo del barranco
A este respecto quiero recordar que en algunas piscinas de los moteles en que nos alojamos, no hay socorristas de servicio debido a sus pequeñas dimensiones, pero siempre se ven niños bañándose y un cartel en el que se advierte de que cualquier riesgo en que incurra el bañista es responsabilidad suya. Es una manera de hacer más responsables a las personas desde la tierna infancia. Lo cierto es que todos subimos por aquella escalera que al principio me pareció un obstáculo insalvable, nos introdujimos por las angostas oquedades de la roca y, en ocasiones, tuvimos que gatear por estrechos túneles. ¡Hay que ver cómo se resguardaban los anasazi de posibles enemigos! Convirtieron su hábitat natural en una fortaleza prácticamente inaccesible. Y aunque sea insistir, otra cosa que sorprende a un madrileño como yo es la limpieza absoluta que se aprecia en los parques americanos y en la naturaleza en general, y eso que la gente acampa al aire libre infinitamente más que en nuestro país. Todo ello no hace sino evidenciar un respeto entrañable por la naturaleza –otrora salvaje, indomable-, a la que se cuida como si fuera algo propio.
En otro lugar del parque se levanta la Spruce Tree House, una cliff dwelling de 90 metros de largo con algo más de 100 habitaciones y ocho kivas. A diferencia de las otras comunidades que habíamos visto, ésta se encuentra casi escondida en el fondo del cañón, por lo que es de fácil acceso. Desde el nivel de la mesa, hay que descender cerca de un kilómetro hasta el fondo del barranco, en donde, en un entorno cubierto de frondosa vegetación, se encuentra la mencionada morada comunitaria.
Reconstrucción en miniatura dentro del museo
En el camino de regreso, entre bosques calcinados por el fuego, nos detuvimos a ver unas viviendas excavadas en el suelo por los indígenas que poblaron originariamente la zona, un embalse para la recogida del agua de lluvia y kivas en las que realizaban ceremonias para hacer curaciones o pedir a los dioses que les trajeran lluvia, caza o buenas cosechas. Lo cierto es que los anasazi desarrollaron una arquitectura bien adaptada a su entorno como demuestran las más de 200 cliff dwellings esparcidas por todo el parque, algunas en oquedades remotas o aisladas. Pero los recursos eran limitados, y los esfuerzos que había que hacer para transportar los alimentos, la madera y el agua, demasiado arduos para garantizar la mera subsistencia. Realmente es un milagro que este pueblo pudiese crear una cultura propia y vivir durante siete siglos en semejante entorno, que si ofrecía alguna ventaja era la de defensa contra el enemigo exterior y resguardo contra las fuerzas de la naturaleza. Junto al centro de visitantes hay un pequeño museo en el que se explican los avatares de los indios anasazi y se exponen numerosos restos de su cultura – útiles y armas, tejidos, cerámicas, etc.- y de los pueblos indígenas que han vivido en la zona en el curso de los siglos.
Tormenta en el desierto
Al salir del parque regresamos a Cortez, en donde cogimos la carretera 491 en dirección sur, para desviarnos algo más adelante hacia el suroeste. No tardamos en llegar a Four Corners, un punto en donde se encuentran en ángulo recto los límites de los cuatro estados de la región: Colorado, Utah, Nuevo México y Arizona. Estamos en territorio administrado por los indios navajo y justo en la intersección se levanta un monumento conmemorativo al que se accede previo pago. Es una región despoblada, casi desértica, azotada por el viento y agostada por el sol. Proseguimos la marcha durante unos 125 kilómetros por una carretera de rectas interminables que se pierden en el horizonte, con matas resecas de mezquite que cruzan el asfalto arrastradas por el viento que a esa hora se está levantando. En unos instantes el cielo oscureció y, durante unos minutos, descargó un fenomenal chaparrón. En medio de la inmensa soledad de aquellos espacios sin fin, la tormenta vino a transformar la visión que teníamos de aquella planicie desolada, salpicada por algún que otro curioso promontorio rocoso que nos indicaba la proximidad de Monument Valley y por pequeñas agrupaciones de remolques vivienda de los indios navajo. Cómo sería la cosa para que Manolo, nuestro avezado fotógrafo, que en ese momento iba al volante del coche, se empeñase en coger la cámara de vídeo para grabar el desértico paisaje bajo la impresionante tormenta a la vez que conducía. Con la cámara en una mano y el volante en la otra, le dejamos continuar un rato mientras avanzábamos por aquella recta interminable, embriagados todos nosotros por aquella sensación mágica que nos producía ver una tormenta en semejante entorno.
Ya anochecía cuando llegamos a Kayenta, un pequeño pueblo en la intersección de las dos carreteras entre las que se encuentra Monument Valley. Es curioso, pero cuando uno ve un punto en el plano y decide que va a ser su próximo destino por cualquier razón más o menos válida, cree en principio que aquel lugar tendrá de seguro algo interesante. Pues bien, Kayenta está lejos de todo centro habitado y en medio de una planicie semidesértica sin encanto alguno... salvo que caiga una tormenta con profusión de aparato eléctrico, lo que no es habitual pero nos acaeció a nosotros en aquel atardecer crepuscular. En el pueblo sólo había moteles de primera categoría (el Holiday Inn, el Western y algún otro más cuyo nombre no recuerdo), pero aun así todos estaban llenos. ¿Quién iba a imaginárselo en un lugar tan remoto y desolado? Claro que por el pueblo pasan casi todos los viajeros que se dirigen a Monument Valley y apenas hay lugares en las cercanías donde pasar la noche. No cabe otra explicación lógica. Finalmente, tras dar muchas vueltas por el pueblo bajo un cielo encapotado, encontramos alojamiento en un bed & brekfast que a primera vista parecía cerrado a cal y canto y que regentaba un matrimonio navajo. El hombre –que hizo oídos sordos a mi regateo- era un indio grandullón, serio, poco hablador, con cara de pocos amigos (como el gigantón indio de Alguien voló sobre el nido del cuco) y un tanto holgazán, pues, repantigado en un sofá, veía un partido de béisbol en un televisor de gran pantalla, mientras que su mujer se afanaba en hacer las labores del hogar.
Entrando en Monument Valley
Al día siguiente, y después de un frugal desayuno (la pretendida hospitalidad de los indios navajo se nos vino abajo al comprobar la escasez de las vituallas), salimos para Monument Valley a unos 30 kilómetros de allí y a cerca de 2.000 metros de altitud. La mañana era fresca y lloviznaba cuando llegamos a la entrada, donde hubimos de pagar el correspondiente peaje –cinco dólares por persona- a la sonriente indígena que estaba al acecho en la caseta. Se puede recorrer la zona en coche o apuntarse a un tour organizado por los indios navajo, a quienes el Gobierno ha cedido la administración del lugar en reconocimiento del expolio que sufrieron hace más de un siglo.
Puestos de venta de bisuteria en Monument Valley
A diferencia de lo que sucede en los parques nacionales, en todos los puntos de la zona donde hay atracciones orográficas hay indios vendiendo muestras de su artesanía, sobre todo bisutería confeccionada con piedras locales (de hecho, a una anciana le compré un precioso collar de piedras azules y negras para Arabella). El llamado valle, que no es tal al menos hoy día, es un territorio árido, seco y caluroso (aunque con grandes oscilaciones entre el día y la noche y según las estaciones). Los indios consiguen aprovechar la escasa lluvia que cae, cuya agua canalizan hacia sus pequeñas parcelas de cultivo; como una de las propiedades de la arenisca es que retiene el agua en las capas más profundas, el maíz puede finalmente germinar. Una vez más, como por doquier en la meseta del Colorado, parece que el lugar estuvo habitado por los insondables anasazi.
Artesania
Posteriormente, arraigaron en el lugar los indios navajo, que apacentaban ovejas y cultivaban maíz. De los 300.000 individuos en que se estima actualmente su población, tan sólo unos centenares viven en la zona, sobre todo en Kayenta y en pequeñas comunidades de remolques vivienda por lo general.
Silueta de cowboy
En Monument Valley pueden verse cañones, mesas, montículos, pináculos y otros muchos tipos de formaciones rocosas. En gran medida, se ha convertido en un símbolo del Oeste americano y en una de sus principales atracciones por sus peculiares promontorios, y sobre todo por los recuerdos que evocan en quien vio en sus años juveniles docenas de películas del Lejano Oeste y se considera un cinéfilo empedernido. El recorrido por los caminos arcillosos del interior del valle es de unos 25 kilómetros, y a lo largo de él hay varios momentos en que pueden verse paisajes sencillamente excepcionales. Todas las formaciones son de un color rojizo intenso que está matizado por la incidencia de la luz solar. Entre esos lugares que jamás olvidaré, debo citar los siguientes: el John Ford’s Point (llamado así porque era la panorámica favorita del inmortal director de La diligencia, en parte rodada aquí en 1938), mirador desde el que se divisa un espectacular paisaje formado por una mesa, un montículo y varios pináculos de piedra arenisca, todos ellos en diferentes planos; el Artist View Point, o panorámica del artista, mirador en el que se ven dos mesas y un montículo, con varios pináculos adosados a ambos; los montículos del Elefante y el Camello, el Tótem, los enormes farallones rocosos que se levantan sobre el Goulding’s Lodge, la célebre formación Three Sisters –o tres hermanas- que está compuesta por un frágil pináculo enmarcado entre dos más gruesos como si fuera un tridente, etc., etc.
Three Sister
Vimos Monument Valley en todos sus estados: bajo la fría llovizna del amanecer, que posterior- mente dio paso a un sol resplandeciente con un cielo intensamente azul surcado por nubes algodonosas. Nunca olvidaré la emoción que me embargó al contemplar semejante lugar, que tan grabado se me ha quedado en la retina gracias a los numerosos filmes del salvaje Oeste que vi en la infancia y la adolescencia... y que, siempre que puedo, vuelvo a ver en la pequeña pantalla con renovado placer (parece que el género no está ni mucho menos agotado como lo demuestran el reciente filme El tren de las 3:10 y una nueva serie de TV de gran éxito en EE.UU). Como ya he dicho, el valle en realidad no es tal. En un muy lejano día era una llanura que fue sobrealzada por movimientos del suelo que agrietaron la tierra; luego, por la acción de las fuerzas de la naturaleza, las grietas se ensancharon y se erosionaron hasta quedar tan sólo las actuales formaciones rocosas, que sobresalen majestuosamente en medio de la inmensa planicie. Aparte de la singular y extraordinaria belleza de la zona, realzada por los tamizados colores rojos de la arenisca, por la intensa luz solar y el vívido azul del cielo, Monument Valley es un lugar mágico para mí, como ya he dicho, por los recuerdos cinematográficos que me trae a la memoria. Para colmo, pude ver el valle en silencio, extasiarme ante la soledad y prodigiosa belleza de tan magna naturaleza, y bajo los distintos colores de un amanecer que, en pocas horas, pasó de amenazarnos con negros nubarrones hasta lucir un sol resplandeciente.
Hubimos de regresar a Kayenta –el mismo desierto pero ya sin encanto alguno-, en donde retomamos la carretera 160 en dirección oeste, que nos llevó por territorio navajo y hopi hasta Tuba City. Las condiciones de vida de los indios americanos no tienen nada de envidiable; en la región, viven en parajes desolados, sin un árbol bajo el que guarecerse y expuestos a las inclemencias del clima, que aquí pue- den llegar a cotas extremas. Entre Kayenta y Tuba City hay unos 140 kilómetros y apenas cruzamos dos minúsculos poblachos en todo el camino; el paisaje es duro, calcinado por el sol, terroso, pero de vivos colores, por eso lo llaman el Desierto Pintado. Cuando a mediodía nos detuvimos a comer algo en una hamburguesería de Tuba City, pudimos comprobar que a esa hora casi todos los clientes eran indios navajo, de cierta edad y físico por lo general poco agraciado, que pasan las horas del día rumiando su suerte, a falta de algo mejor que hacer. Los indios no son muy expansivos que se diga y se muestran reticentes ante cualquier pregunta que les haga un forastero. Al menos, las cuotas de igualdad en el empleo hacen que algunos encuentren un trabajo remunerado en la zona y vean amortiguado así su infortunio.
Unos kilómetros más allá, en Cameron, nos desviamos hacia el oeste por una carretera que nos llevaría hasta la entrada sur del Gran Cañón. Durante un buen rato, la carretera discurría próxima al cañón del río Paria, y aquí o allá los indios navajo –que explotan el territorio hasta las lindes del parque- anunciaban panorámicas excepcionales del mismo, previo pago de un óbolo, o tenían puestos en los que vendían su original bisutería confeccionada a base de piedras locales. Debo confesar que por más que intenté que me rebajarán el precio de un vistoso collar, no conseguí nada. Intentar regatear a un indio de edad madura es un esfuerzo condenado al fracaso. O los aceptas como son o no hay nada que hacer; no cabe lamentarse al respecto. Te miran fijamente con sus inescrutables ojos, en silencio, dejándote en suspenso. Quizá opere en su relación con el forastero blanco la larga lista de agravios que puede exhibir su pueblo. Pero lo cierto es que estamos ya en el siglo XXI, casi 150 años después de la conquista del Oeste e, ineludiblemente, toca adaptarse a los cambios de la Historia.
El domingo 1 de julio ya estoy despierto a las 5 de la mañana debido de nuevo, sin duda, al desfase horario. Tras tomar el desayuno al estilo americano –tortitas con jarabe de arce y abundante café aguado-, proseguimos nuestro viaje.
De camino a Moab
Al poco de salir de Glenwood Springs por la interestatal 70 (las carreteras así designadas suelen ser autopistas que atraviesan más de un estado) el paisaje empezó a cambiar; el verdor se amortiguó paulatinamente y la vegetación empezó a parecerse cada vez más a la del norte de Castilla. En Grand Jonction, ya cerca de la frontera con Utah, repostamos en una gasolinera; la sequedad de la atmósfera y el intenso calor de las regiones semidesérticas se hacían ya palpables. A partir de entonces, avanzamos por una carretera cuya línea recta se perdía en el horizonte y que discurría paralela a la vía del ferrocarril y al río Colorado, a estas alturas de color achocolatado, terroso, pero siempre con mucha corriente. Los convoyes ferroviarios con los que nos cruzamos eran larguísimos; tres locomotoras tiran por lo general de decenas de vagones de mercancías, formando convoyes de bastante más de un kilómetro de longitud. El paisaje se torna por momentos monótono, árido, con predominio del color blancuzco propio del yeso calcáreo, avanzándose por una inmensa y desolada planicie. Los pueblos son cada vez más pequeños y distan más entre sí. Al llegar a una localidad apenas visible desde el coche llamada Cisco optamos por tomar una carretera secundaria que se dirigía hacia el sur paralela al río. El Colorado, cuyo curso que habíamos seguido de forma intermitente casi desde su nacimiento en el parque de las Rocosas, volvió a aparecer en nuestro horizonte inmediato.
Nos encontramos en plena meseta del Colorado (la Colorado plateau), una vasta superficie de cerca de 180.000 kilómetros cuadrados (un tercio del total de la España penínsular) que se extiende por el oeste de Colorado, el sur de Utah, el noroeste de Nuevo México y el norte de Arizona, con una altura media de 1.500 a 2.200 metros, en la que la erosión causada por los ríos, el viento y la lluvia en la piedra arenisca ha dejado su impronta en los cañones, formaciones características de la región. Durante cerca de 70 kilómetros avanzamos por un territorio despoblado en el que las fuerzas de la naturaleza han dejado una indeleble impronta en el paisaje que se divisa formado por macizos de arenisca recortados de las más caprichosas maneras: mesas, montículos, pináculos, etc., formaciones rocosas que en adelante veríamos repetirse en los vastos secarrales de Utah y Arizona. Es uno de esos paisajes característicos del Oeste americano, el del territorio semidesértico con una orografía sumamente original. El impetuoso río Colorado serpentea entre aquel árido valle bordeado por elevaciones insólitas, de formas casi artísticas, y al este, allá a lo lejos, se divisan unas cumbres nevadas; ello no hizo sino que nuestras miradas se sumieran en un mágico estupor ante semejantes panorámicas. Pero aquello no era más que el aperitivo de lo que nos esperaba, pues ante nosotros teníamos al principal culpable de aquel prodigioso espectáculo: el río Colorado fluyendo impetuoso o encalmado por momentos, un río al que seguiríamos durante un buen trecho en nuestra incursión por tierras del otrora Lejano Oeste. Al salir del valle, el río se dirige hacia el oeste, dejando a un lado Moab, pequeña localidad célebre por el turismo de aventura: rafting, excursiones en todoterreno y a caballo, barranquismo, etc. Gracias al agua del Colorado, el pueblo, enclavado en un extenso valle, tiene amplias zonas verdes y tierras de cultivo. La carretera, o calle principal, que atraviesa Moab de norte a sur está llena de moteles, agencias de turismo de aventura, supermercados, gasolineras, tiendas de minerales, pizzerías, hamburgueserías, etc. Hace un calor seco y en el motel en que nos alojamos, regentado por una joven pareja, nos dicen que es el final de la temporada alta, pues en invierno hace un frío intenso y en verano el calor es sofocante, llegándose con frecuencia a los 40 grados.
Grandes formaciones rocosas por todo el parque
Moab, a 1.300 metros de altitud y con una población cercana a los 8.000 habitantes, está cerca de nuestros dos próximos destinos –los parques nacionales de Arches y Canyonlands-, así que decidimos hacer de la localidad nuestro centro de operaciones. Además, no hay ningún otro núcleo habitado en decenas de millas a la redonda. Es como un oasis gracias a las aguas del río Colorado, que bordea la localidad por el norte. El Arches National Park está a pocos kilómetros del pueblo en dirección norte. Pasada la caseta de entrada, está el habitual centro de visitantes en el que puede conseguirse toda clase de información sobre el parque. Como es poco más de mediodía y el sol cae a plomo sobre la zona, nos quedamos a comer unos suculentos bocadillos mixtos acompañados de una ensalada en la única zona arbolada que se veía. Al poco tiempo, nos vemos invadidos por un tropel de turistas franceses de la tercera edad que viajan en autocar. En el curso del viaje, veríamos muchos europeos (sobre todo, nórdicos, alemanes, franceses, italianos y holandeses; apenas españoles, tan sólo alguna que otra pareja) recorriendo los parques nacionales del Oeste americano, debido sin duda a la baja cotización actual del dólar que, por una vez, hace que no resulte caro viajar por EE.UU., sobre todo si se evitan las grandes urbes. La verdad es que los moteles no son caros y se encuentran por doquier, la gasolina es entre un 40 y un 50 por ciento más barata que en Europa pese a haberse encarecido bastante últimamente y una comida normal no es mucho más cara que en un restaurante de medio pelo en casa. Estamos viajando con un presupuesto rayano en los cien dólares al día, lo que sería de todo punto impensable en el continente europeo. Por otro lado, la gente con la que nos encontramos es amable, los servicios son buenos y abundantes, la naturaleza tiene una singularidad y una belleza extraordinarias, y de momento el calor es soportable.
Balanced Arch
El Parque de Arches tiene más de dos mil arcos naturales abiertos en la roca, desde el más pequeño de apenas un metro hasta los 90 metros del Landscape Arch. Los arcos o ventanas son formaciones rocosas que tienen su explicación en múltiples factores: las temperaturas extremas (grandes diferencias entre el día y la noche, entre una estación y otra), las fuerzas de la naturaleza (el agua, el hielo, el viento), la frágil piedra arenisca, los movimientos de las capas de sal en el subsuelo, etc. El conjunto de esos factores ha producido una erosión única que da lugar a estructuras rocosas singulares; asimismo, debido a la presión de los estratos superiores y a la degradación de la arenisca, el interior de las paredes se vacía poco a poco haciendo que surjan los caprichosos arcos.
A la entrada del parque hay grandes formaciones rocosas que recuerdan estructuras arquitectónicas como los imponentes farallones de Park Avenue y las Torres de la Audiencia o el Órgano, que me traen a la memoria las singulares composiciones rocosas que hace unos años vi en el Parque Nacional de Ichigualasto, en las cercanías de La Rioja argentina. Más adelante, pueden verse unas dunas petrificadas de color calcáreo y algunas formaciones rocosas haciendo gala de un frágil equilibrio (una base grande y alta de color rojizo, un estrecho cuello blancuzco formado por la capa de sal y, a modo de remate, una roca redonda y de grandes proporciones). Hay, pues, farallones cortados abruptamente, rocas que hacen gala de un sutil equilibrio, pináculos, espirales, agujas y toda suerte de estructuras rocosas que recuerdan grandes edificios, órganos musicales, ballenas, tortugas u otros animales. La Ciudad Encantada de Cuenca, con sus extravagantes morfologías de piedra caliza, sería una muestra a escala muy reducida de cuanto puede verse aquí. Pero son sobre todo los arcos -en especial el solitario Delicate Arch, situado al borde de un cañón circular- los que atraen la atención del visitante del parque.
Landscape Arch
La vegetación es rala, escasa, salvo en algunas zonas resguardadas, y todo el espacio que se divisa tiene el tono rojizo propio de la piedra arenisca. Al fondo puede verse la cordillera de La Sal, llamada así porque los primeros europeos que avistaron estas tierras, los españoles, no podían creer que el blanco que cubría las montañas –que llegan a alcanzar 4.000 metros de altura- fuera nieve dado el calor reinante en la zona.
Arco doble
El hombre blanco llegó a la región a principios del siglo XIX buscando minerales que pudieran proporcionarle la ansiada riqueza, pero sólo en las postrimerías de dicho siglo se asentó en el lugar el primer colono blanco, un tal John W. Powel, veterano inválido de la Guerra Civil que vivió junto con su hijo en una pequeña cabaña de madera cercana a Delicate Arch y que se dedicó a criar y apacentar ganado.
Pero mucho antes vivieron aquí al parecer los llamados pueblos ancestrales o anasazi, a los que nos referiremos más adelante al hablar de Mesa Verde National Park, si bien no dejaron vestigio alguno. Después vinieron los indios ute, que sobrevivieron en este árido paisaje semidesértico cazando animales, recolectando plantas silvestres y tallando las piedras para hacer utensilios y armas. Como testimonio de su paso por el lugar dejaron algunos petroglifos en la roca. En total, la carretera se adentra en el parque unos 25 kilómetros siguiendo el eje norte-sur; además, hay unos seis kilómetros más en los dos caminos laterales que llevan al Jardín del Edén (en donde hay varios arcos de factura primorosa, si es que ello puede decirse de las obras esculpidas por la propia naturaleza) y al Delicate Arch..
El Parque de Arches se levanta sobre una cuenca de sal subterránea, la cual fue depositada en la meseta del Colorado hace millones de años cuando el mar cubría por completo la región, si bien en el transcurso del tiempo el agua se evaporó. La sal quedó cubierta por los residuos que arrastraba el agua y éstos se comprimieron hasta formar la piedra arenisca. Comoquiera que la sal es un elemento inestable, las capas de arenisca fueron sobrealzadas formando bóvedas y oquedades. Con posterioridad, al introducirse el agua y el hielo en las grietas abiertas en la roca, la piedra se fue fragmentando y adquiriendo la forma que le daba el viento. El resultado de esa labor de zapa efectuada por el agua y el viento en el curso del tiempo es que unas rocas se quebraron y otras sobrevivieron formando los arcos, que por presión de los lados laterales han perdido parte del núcleo central. Esa erosión propiciada por la climatología hace que mientras unos arcos se destruyen otros se estén formando, creándose así un paisaje que cambia de forma paulatina. La sucesión de arcos que puede verse es vertiginosa: arcos dobles, arcos majestuosos, arcos robustos, arcos frágiles, arcos larguísimos que parecen estar a punto de quebrarse, arcos en forma de bóveda o de torre, etc. Pero hay uno que sobresale entre los demás, el Delicate Arch, un arco que se ha convertido en el símbolo de Utah (aparece en las placas de los automóviles de dicho estado) y que se erige en solitario, con la silueta perfilada en medio de un vasto espacio al borde de un cañón circular. Es un arco original, como tallado por la mano de un escultor, un arco que aúna al máximo belleza y fragilidad, un arco con vocación de modelo, que parece estar posando y que se deja fotografiar por sus innumerables admiradores, que vienen, sobre todo al atardecer, a rendirle pleitesía, a presenciar cómo los últimos rayos de sol pasan por su oquedad, dando al rojo ocre de la arenisca un lustre especial, como si lo hiciera gravitar a orillas del abismo que se abre a sus pies. Ese primer día tan sólo pudimos verlo de lejos, en la distancia, con el cañón circular por medio, pero decenas y decenas de peregrinos o adoradores se acercan a él todos los atardeceres para gozar del prodigioso espectáculo. Contemplar en silencio, en comunión con la naturaleza, Delicate Arch a la luz del crepúsculo vespertino es un deleite inigualable para los sentidos. Uno de esos incomparables espectáculos que la naturaleza nos brinda de forma gratuita.
Mesa Arch
Vista desde Island in the Sky
Al día siguiente, 2 de junio, nos dirigimos temprano a Canyonlands National Park, a unos 70 kilómetros al noroeste de Moab. En el camino, paralelo en ocasiones al curso del Colorado, no vimos ni un solo pueblo o aldea. En la zona central del parque confluyen las aguas de los ríos Green y Colorado, tomando luego el nombre de este último, si bien el río Green, que nace en Wyoming, es el doble de largo –casi 900 kilómetros- que el Colorado hasta ese punto. Es una meseta desolada, yerma, hendida profundamente por el curso de dichos ríos. Desde la parte superior, la gran mesa Island in the Sky (isla en el cielo, en español), se ven las grietas que han dejado en la meseta inferior los dos ríos, cuyas aguas discurren por el fondo del cañón; parece como si una zarpa gigantesca hubiera rasgado la tierra agitándose con violencia a derecha e izquierda y dejando en los bordes la blancuzca huella de la sal. Las corrientes fluviales han erosionado la meseta de piedra arenisca, creando toda suerte de formaciones rocosas. Desde la meseta en que nos encontramos –la parte que se ha sobrealzado debido a la presión estructural de los diferentes estratos de piedra-, puede verse el nivel inferior la meseta, unos 400 metros más abajo; ésta, a su vez, está resquebrajada por los ríos que han horadado los sinuosos cañones entre los que discurre impetuosamente la corriente fluvial 300 metros por debajo. En el punto inferior, pues el desnivel es de unos 700 metros respecto de la mesa.
Servicio de rangers
El parque tiene tres zonas bien diferenciadas: la mencionada mesa, Maze y Needles (laberinto y agujas, en español), de las que sólo visitamos la primera, Island in the Sky. La línea que marca la divisoria de las distintas zonas viene dada por la confluencia, en la parte central, de los ríos Green y Colorado. El parque fue creado en fecha relativamente reciente, a mediados de los años sesenta; hasta entonces, sólo indios ute, vaqueros, exploradores de ríos y buscadores de minerales se habían atrevido a hollar la zona, lo cual no tiene nada de extraño pues en ella apenas hay vegetación ni vida animal y el abundante caudal de los ríos discurre al fondo de los cañones, por unas profundidades casi insondables. Es un territorio inabarcable, desolado, salvaje, de una belleza singular, en el que apenas ha dejado su huella la mano del hombre. Es la naturaleza en estado prístino, agreste, dura a la vez que hermosa. A centenares de metros por debajo de la mesa central en que nos encontramos se ven enormes circos a los que se desciende por estrechos caminos que serpentean por las abruptas cortadas y por los que sólo pueden circular conductores temerarios al volante de vehículos todoterreno.
Mirador desde Island in the Sky
No hay una sola sombra en el horizonte y hace mucho calor. Apenas hay nadie visitando el parque. Las vistas que se divisan desde la mesa son impresionantes; una naturaleza implacable, desolada pese a su belleza, un paisaje yermo que se pierde en un horizonte lejano. Los diferentes matices de rojo de la arenisca bajo el cenit solar lo impregnan todo. La plataforma inferior es una meseta de caliza calcárea llamada White Rim (en lo que a cañones se refiere, el rim o borde marca el límite de la meseta que ha sufrido la erosión; en este caso es blanco porque el estrato de sal ha aflorado a la superficie). Y al fondo del todo está el cauce de los ríos, impenetrable y prácticamente invisible, que discurre entre las estrechas paredes del cañón del Colorado. Al este, se divisan las níveas cumbres de la cordillera de la Sal. Hacia 1870, como ya he dicho, John W. Powell, un veterano de la Guerra Civil que descendía en barca por los ríos de la zona, decidió asentarse con su hijo en la región, en concreto en lo que hoy es el parque nacional de Arches, que reúne mejores condiciones para la subsistencia que Canyonlands, pese a no tener apenas agua. Es una región extraña, de una belleza y desolación únicas, de dimensiones gigantescas, en la que la vista se pierde en el horizonte brutalmente rasgado por las hendiduras blancuzcas de los cañones. En adelante, siempre asociaré la desolación a espacios inmensos como éste y el californiano Valle de la Muerte.
Ascendiendo desde la meseta
Saturados de las vistas panorámicas que podíamos divisar a ambos lados de la mesa en que nos encontrábamos, decidimos descender al nivel inferior, situado a unos 400 metros por debajo de nosotros. El sendero discurría en zigzag por una escarpada pared expuesta a la implacable radiación solar a esas horas centrales del día. Al llegar a la meseta inferior, se extendía ante nosotros una llanura desolada, quebrada por algún que otro montículo y calcinada por los rayos solares. No había protección alguna contra el astro rey y proseguir por aquel páramo achicharrado hubiera sido una auténtica temeridad, así que optamos por descansar un rato en la exigua sombra de una grieta abierta en la roca, beber agua en abundancia, ingerir algún alimento para reponer fuerzas y volver sobre nuestros pasos para remontar el arduo y empinado sendero. En apenas dos horas de marcha yo tenía los labios agrietados, la piel enrojecida pese a la crema protectora y no me saciaba de beber agua. Una vez arriba, emprendimos el camino de regreso y, en sucesivas paradas, pudimos ver otros parajes del parque con formaciones rocosas como la Ballena y la Cúpula sobrealzada, -que más parece un cráter a causa de la erosión experimentada-, el precioso Table Arch, imponentes paredes rocosas de color rojizo y ocre del circo inferior, prodigiosas hendiduras trazadas por el curso de los ríos, etc. Lo mejor del parque es, sin duda y no me cansaré de repetirlo, esa sensación de inmensidad y desolación en la que los elementos climatológicos (el agua, el viento, el sol, el hielo) han dejado una profunda huella en tres niveles distintos. Desde luego, no me agradaría nada perderme en un lugar como Canyonlands.
En el camino de regreso a Moab nos detuvimos en el Parque Nacional de Arches para intentar ver de cerca el Delicate Arch al atardecer. El día anterior no pudimos aparcar el coche en el estacionamiento más próximo al arco porque estaba a rebosar, así que nos tuvimos que conformar con verlo de lejos. Para llegar hasta él hay que ascender por un sendero de 2,5 kilómetros de moderada dificultad que a veces se confunde con la roca viva, por el que continuamente se ve gen- te circulando. Pero al atardecer casi todo el mundo sube para contemplar la impresionante puesta de sol que se ve desde la plataforma donde se levanta el arco. Parece que fueran adoradores de un culto esotérico que quisieran captar ese instante de suma belleza en que los últimos rayos sola- res del crepúsculo entran por el vano que deja el frágil arco. Ya arriba, hay una especie de vasto anfiteatro desde el que puede verse el artístico arco que se erige en solitario para disfrute de todos los espectadores de la función diaria.
Subiendo a Delicate Arch
Parece frágil, como si estuviera a punto de quebrarse (¡ojalá no lo haga!), posando enorgullecido para que sus numerosos admiradores le fotografíen en el cenit de su esplendor, al borde del abismo que se abre a sus pies, como si quisiera desafiar todas las reglas de la naturaleza y decirnos: “Aquí me tenéis, a solas, y, como bien podéis comprobar, soy el más bello de los centenares de arcos que hay en el parque. Soy realmente único”. Mientras tanto, sus adoradores lo contemplan extasiados en medio de un silencio sepulcral sólo quebrado por algún que otro susurro de admiración y el clic de las cámaras analógicas. Desde luego, el esfuerzo que representan los cinco kilómetros del camino de ida y vuelta bien valen esos instantes de comunión con una naturaleza tan prodigiosa. Hay algo de mágico, de místico, en esa con- fluencia crepuscular entre el delicado arco y los rayos solares. Es como captar lo inasible, como el “dar a la caza alcance” de San Juan de la Cruz. Es un instante único que no dudo recordaré toda mi vida.
Delicate Arch
Para el día siguiente, 3 de junio, habíamos contratado un descenso en rafting por el río Colorado con una agencia de deportes de aventura de Moab. Salimos unas 15 personas en uno de esos añejos autobuses que antaño se dedicaban al transporte escolar y nos adentramos unos 30 kilómetros en el interior del cañón por el que habíamos transitado dos días atrás. Haríamos dos descensos por el río, de media docena de kilómetros cada uno aproximadamente, con parada para tomar una comida campestre en la orilla. El coste de toda la actividad, picnic incluido, ascendía a la bagatela de 43 dólares. Casi todos los participantes éramos europeos (un grupo de jóvenes belgas, una pareja de holandeses y nosotros cuatro) y nos repartimos en dos grandes botes neumáticos. El jefe de la expedición era un tipo cincuentón curtido en todo tipo de recorridos aventura por este territorio del salvaje Oeste; era de contextura fuerte y tenía la piel tan bronceada que difícilmente se podía distinguir cuál era su color original. Podía verse que disfrutaba de su trabajo y, dando muestras de una locuacidad e ingenio sin par, nos fue contando durante el camino todo lo concerniente a la historia del lugar, a las singulares características del paisaje y al turbulento río. Éste, de color achocolatado (¡qué diferencia de las aguas verdes del Rhin o de los ríos suizos!), discurría por momentos encalmado y otros se transformaba en impetuosos rápidos. Compartíamos el bote con una pareja de homosexuales holandeses y con el remero, un veinteañero de Sal Lake City de fornidos brazos e intelecto no excesivamente dotado, por decirlo de la mejor manera. En puridad, no se trataba de una actividad de rafting propiamente dicha, pues nosotros no remábamos, es decir, no participábamos activamente en el descenso. En esta época del año el río tiene un abundante caudal a causa del deshielo, pues había nevado mucho en invierno y, en consecuencia, hay menos corrientes en la superficie y menos rápidos.
Preparando una jornada fluvial
Al principio el bote discurría por aguas encalmadas, pero en ocasiones (poco más de media docena en total) se adentraba en un rápido, siendo levantado por el ímpetu de las aguas que, formando pequeñas olas, entraban soliviantadas en su interior. En esos momentos, bien aferrados todos a las cuerdas del bote y con las ropas húmedas por las salpicaduras del agua, la experiencia cobraba todo su significado. A mediodía, en medio de un calor relativamente soportable, nos detuvimos en una orilla para comer: mexicones (ensalada variada profusamente sazonada con queso rallado hasta formar un engrudo alimenticio envuel- to en tortillas de trigo en forma de cono de helado) y fruta abundante, todo ello regado con una limonada.
Descendiendo por el Colorado
El avezado guía era a la vez naturalista, historiador, cocinero, cuentacuentos y cuanto fuera menester con tal de mantenernos entretenidos; un auténtico animador social además de aventurero, y a fuer de ser sincero confieso que consiguió plenamente su objetivo.
Atrapados en un rápido
Si bien en ningún momento llegamos a sentir riesgo, al menos disfrutamos de la experiencia de avanzar por el caudaloso río por aquellos parajes entre cañones abiertos, con algunas mesas y montículos en segundo plano y, allá al fondo, las cumbres nevadas de la cordillera de la Sal. Por la tarde, tras embarcar una joven regordeta y simpática mormona junto con su hijo en sustitución de los dos holandeses, proseguimos el descenso sumiéndonos de cuando en cuando en las aguas turbulentas de un rápido para volver enseguida a aguas encalmadas, por lo que no puede decirse que el río Colorado nos mostrara su cara más temible.
"Mexicones" y otras viandas
De regreso a Moab, cogimos el coche y, por territorio de- solado, paralelo a las lindes de Canyonlands, nos dirigimos hacia el sur, pasando por Monticello y regresando al vértice inferior del estado de Colorado. Ya en él, el paisaje varía bastante: las vastas extensiones desoladas de arenisca dejan paso a bosques de coníferas y praderas en las que podían verse vacas paciendo. Próximos a nuestro destino, vimos desde la carretera cómo encerraban en los corrales un rebaño de centenares de vacas, arreadas sobre todo por jóvenes y atractivas vaqueras a caballo. A la entrada de Cortez, a unos 15 kilómetros del Parque Nacional de Mesa Verde, nos paramos ante un gran letrero con luces de neón que anunciaba un motel (el empleado era un indio de Bombay, que nos pidió por dos habitaciones dobles la bagatela de 100 dólares). Luego veríamos que el pueblo estaba literalmente sembrado de moteles, seguramente por su proximidad al Parque de Mesa Verde.
Restaurante al puro estilo country
Cenamos requetebién en un delicioso restaurante-cervecería especializado en carne -yo me tomé un T-bone steak al estilo de Kansas con abundante guarnición-, como correspondía a aquel territorio de vastas praderas. Por vez primera nos cargaron un 15 por ciento en concepto de gratuity o servicio (lo normal en EE.UU. es dar ostentosas propinas –alrededor del 10%- en consonancia con el importe de la cuenta, pero dejando siempre la magnanimidad a discreción del cliente), algo que se repetiría con cierta frecuencia a partir de entonces. Junto a nuestra mesa había una pareja con dos niñas chinas adoptadas que no paraban de juguetear. Por otro lado, tenían todo tipo de cervezas de elaboración local: de trigo, con más o menos lúpulo, maltas, tostadas, etc., que suelen ser más ricas que las banales marcas habituales tan poco consistentes y que tanto dinero se gastan en mercadotecnia.
Por fin llegó el esperado día de la partida, el 30 de mayo de 2008. Poco antes de las 9 de la mañana, salgo para el aeropuerto de Barajas, donde dos horas después debo tomar un avión de la compañía
Delta con destino a Atlanta, para conectar luego con un vuelo a Denver, punto de inicio de un anhelado periplo por los parques nacionales del Suroeste de EE.UU. Viajo con tres compañeros de marcha montañera o de viaje más o menos duchos en estas lides: Fernando, que festeja precisamente hoy su onomástica y con quien viajé el año pasado a Noruega e Islandia, Manolo –cordial y pausado fotógrafo cordobés- y Pilar (ambos estuvieron en el viaje por los fiordos noruegos de la primavera pasada). Paso los trámites aeroportuarios sin problemas y a las 10 estoy ya en la zona de embarque, donde me reúno con mis amigos. El avión va lleno y el despegue se demora unos 45 minutos sin que nos den explicación alguna acerca del motivo.
El proyecto se gestó hace aproximadamente un año, cuando le comenté a Fernando que un viaje por los parques nacionales entre las Montañas Rocosas y el Pacífico sería una experiencia inolvidable. El mensa- je no cayó en saco roto y de vez en cuando hablamos al respecto, pero sin entrar en detalles. Tras consul- tar diversas guías (en especial la Fodor’s sobre los parques nacionales del Oeste de América del Norte), comprobé que eran numerosos los parques que podían visitarse en el trayecto, alrededor de una docena
en Colorado, Utah, Nuevo México, Arizona y California (yo ya conocía los de este estado y el Gran Cañón de Arizona por su acceso sur). Decidimos que el grupo debería ser pequeño, no más de cinco personas. En enero nos reunimos en dos ocasiones para concretar el itinerario y las fechas del viaje. Inicialmente, pensamos en realizarlo a principios de mayo, pero luego hubimos de retrasarlo casi un mes porque en el último tercio del viaje, al entrar en Cali- fornia, yo quería reunirme al menos diez días con mis hijas en San Francisco y la fecha idónea para hacerlo era a mediados de junio. En febrero compramos el billete para volar con Del- ta a Denver, vía Atlanta, el centro de operaciones de la aerolínea.
El grupo al completo: Aurelio. Pilar, Fernando y Manolo
Volamos, pues, a Atlan- ta (ciudad símbolo de la Confederación durante la Guerra Civil y sede de la multinacional Coca-Cola),durante casi nueve interminables horas. Dos asientos detrás de mí está una madre con su hijo de unos 10 años, un niño hiperactivo y que prácticamente no para de hablar, con un tono entre chirriante y mo- nótono, en todo el trayecto. Busco refugio en los auriculares para ver alguna de las películas que se me ofrecen en la pantalla del asiento delantero (cada vez más pequeña, cada vez más cerca). Veo La guerra de Charlie Wilson, un filme regular con muy buenos actores (Tom Hanks, Julia Roberts y Philip S. Ho- ffman) sobre la implicación de los norteamericanos en la lucha de los muyahidines afganos contra el invasor ejército ruso a finales de los ochenta, y el principio de otra película llamada Expiación. Vuelvo a ver No es país para viejos (aquí, “No hay lugar para la gente débil”, tal como se tradujo en Hollywood para la población latina) de los hermanos
Coen, deleitándome de nuevo con la magis- tral interpretación de Javier Bardem, en el papel del psicópata asesino Anton Chigurh, y la no menos buena de Tommy Lee Jones, ese actorazo de facciones acartonadas especializado en papeles de perseguidor de criminales, comisario de frontera o padre honrado que trata de que se haga justicia caiga quien caiga. La comida que nos ofrecen no está mal pero la encuentro escasa. Finalmente, me pongo a leer la novela autobiográfica de Jean-Dominique Bauby Le scaphandre et le papillon (“La escafandra y la mariposa” en español). Ya me había deleitado meses atrás con la versión cinematográfica de la novela, rodada en francés por el pintor americano Julian Schnabel, director también del filme Antes que anochezca, sobre la vida del es- critor cubano Reynaldo Arenas y que en su momento le valió a Bardem ser candidato al oscar a mejor actor (aquel año se lo birló in- merecidamente Russell Crowe gracias a su papel de rebelde con causa en Gladiador, de Ridley C. Scott).
El testimonio de Bauby
Lo cierto es que me atrapó el libro de Bauby, un redactor-jefe de la revista Elle que, a los 40 años y en pleno reconocimiento profesional, sufrió mientras conducía una repentina lesión cardiovascular que le afectó el tronco cerebral y le dejó durante un mes sumido en un coma profundo. Tras recuperar la conciencia sólo pudo llevar en adelante una vida vegetativa, y nunca mejor dicho pues, aparte de mantener intactas las funciones cerebrales, sólo podía mover el párpado del ojo izquierdo. Nada más y nada menos. En todo su cuerpo, lo único que no había sido dañado era un ojo y su párpado. No podía mover ni un pliegue de la piel, ni pronunciar el más mínimo sonido, ni ingerir alimentos por la boca, ni escuchar voces ajenas y menos aún articular sonido alguno. Como dice Bauby en la breve introducción del libro, el tronco cerebral es como el ordenador que transmite las señales entre el cerebro y las terminaciones nerviosas; cuando no funciona, no hay interacción posible.
En la novela, Bauby nos relata su experiencia a raíz del fatal accidente que le dejó definitivamente incomunicado del mundo que le rodeaba -de sus seres queridos, de sus compañeros de profesión, del equipo médico que le atiende en el hospital de Berck-sur-Mer...- y le privó de sus inquietudes y afanes, de sus aficiones, en suma, de sus deseos de seguir viviendo. Su lesión irreversible hace que sea un enfermo en estado catatónico, uno de esos casos clínicos que suscitan la curiosidad de la comunidad médico-científica por su extraordinaria rareza. Mediante el cierre del párpado del único ojo con que puede mover, y tras comprobar la absoluta imposibilidad de comunicarse por otro medio, consigue que le entienda su ortofoniatra. Con infinita paciencia, ésta logra crear un marco en el que poder comunicarse con su atribulado paciente; ella le presenta una tabla con todas las letras del abecedario, dispuestas por orden de frecuencia de utilización en la lengua francesa: desde e, s, a hasta y, x, k, w, que son las letras que menos se usan en dicha lengua. A modo de respuesta, Bauby guiña el ojo –una vez para decir “sí”, dos para decir “no”- a medida que la ortofoniatra le señala las letras; y así, a pasos de hormiguita, va formando palabras, frases, páginas enteras del libro en el que trata de contarnos su estado de ánimo, sus sensaciones, sus recuerdos de un pasado feliz, su terrible incapacidad para expresar las emociones más sencillas, su agotadora lucha por conseguir comunicarse con los potenciales lectores de su libro...
Con anterioridad a la fase de escritura, durante las largas horas de aislamiento y silencio absoluto en
que está sumido en la cama del hospital, Bauby ha meditado lo que nos quiere contar y ha elegido con primoroso cuidado los vocablos para expresar sus vivencias. Y una de las cosas que más sorprende de la novela es precisamente la increíble riqueza léxica con que el autor designa los objetos y las sensaciones, alcanzando su prosa por momentos cotas de auténtico lirismo. Incluso llega a corregir las palabras, pues Bauby es un perfeccionista a la hora de expresarse. A través de breves capítulos, como flashes con los que nos quisiera transmitir sus impresiones de la vida satisfactoria que llevó en el pasado (con su familia, con su nueva pareja, con sus compañeros de profesión...) y de la postración vegetativa en que se encuentra en el presente, Bauby hace que las palabras resplandezcan, que cobren un inusitado brillo que les da carta de grandeza por su intensidad y transparencia descriptivas, que nos sorprendan por su precisión y lirismo, que nos deslumbren en suma. Confieso que aunque mi nivel de francés es bastante decente, desconocía el significado de muchas de las palabras del libro, pues son de ésas que si bien están recogidas en el diccionario no se utilizan en la vida cotidiana y apenas aparecen en las obras de creación literaria, salvo en la poesía. Pese a todo, ello no fue óbice para que entendiera cabalmente la narración y pudiera deleitarme con esa capacidad evocadora y esa riqueza de sonidos tan característica de la lengua francesa cuando se utiliza con maestría. Tras un ímprobo esfuerzo para terminar de dictar el libro, su testamento literario, como si fuera una titánica lucha contra el reloj, Bauby murió –aunque su cuerpo ya lo había hecho tiempo atrás, nada más sufrir el fatal accidente- a los 12 días de dar por concluida la redacción de su apasionante e insólito testimonio, como si el sobrehumano esfuerzo le hubiera dejado agotado, sin más ganas de que su corazón siguiera latiendo ni de que su ojo bueno (el derecho se lo habían cosido para evitar posibles infecciones) continuara parpadeando intermitentemente (una vez “sí”, dos “no”), lanzando señales como un faro en la oscuridad. Ante semejante obra, no cabe sino sorprenderse de hasta dónde puede llegar el ingenio en situaciones límite. Un testimonio humano, el de Dominique Bauby, realmente excepcional para el que los calificativos siempre se quedarán cortos.
En el aire
Y así, entre las películas que veo en la pantallita del asiento delantero y el libro de Bauby, logro olvidarme del siniestro niño que no cesa de parlotear y consigo que transcurran lo más plácidamente posible las largas horas de vuelo. Con un ligero retraso aterrizamos en Atlanta. El aeropuerto es enorme -al parecer, el más grande de EE.UU.- y por él pueden transitar a diario unas 225.000 personas, es decir, la friolera de 80 millones al año. En apenas una hora tenemos que pasar los controles fron- terizos y de aduanas si quere- mos coger el avión para Den- ver, que sale a las 16,20 horas.
Por fortuna, las maletas aparecen a tiempo en la cinta transportadora y los trámites de entrada en EE.UU. resultan más rápidos y sencillos de lo previsto, evitándonos largas colas de espera. Si bien se aprecia cierto caos, el pragmatismo y la improvisación de que hace gala el personal del aeropuerto acaban por facilitarlo todo. Después de coger un tren lanzadera, subir y bajar escaleras mecánicas, avanzar a toda velocidad por pasillos rodantes sin fin, pasamos la aduana, el registro de equipajes y llegamos a la zona de embarque 20 minutos antes de la hora de salida. Se nota que estamos en el Sur pues hace un calor húmedo, sobre todo en el interior del avión mientras esperamos en la pista un buen rato hasta que nos autorizan a despegar. La verdad es que todo ha funcionado a la perfección, como si cada paso que dié- semos hubiera estado milimetrado en un aeropuerto por el que transitan decenas y decenas de millares de personas todos los días.
De Atlanta a Denver hay todavía tres horas y media de vuelo. El día es claro y el paisaje que se divisa por debajo de nosotros es llano, una inmensa planicie, con algunos lagos, extensos campos de cultivo geométricamente roturados y núcleos habitados que se van haciendo cada vez más dispersos. Justo detrás nuestro hay una mamá con dos preciosos niños rubios que berrean por turnos. Sin duda debo ser gafe pues, cuando viajo en avión, siempre me toca cerca algún niño impertinente, de ésos que su mamá no consigue acallar... o, a lo mejor, le importa un bledo. Como es un vuelo interior, se acabó la gratuidad de la comida y las películas; por toda atención, nos ofrecen una bebida carbónica y una bolsita de cacahuetes. Ya en las cercanías de Denver, puede verse hacia el oeste la imponente cordillera de las Rocosas que corta bruscamente la llanura sin fin por la que hemos sobrevolado desde que despegamos de Atlanta.
Antes de emprender la ruta
Texto: Aurelio Martínez
Fotografía: Manuel Pijuán