El desencanto de Isócrates


El primer significado de la palabra griega idiōtes era algo así como “ciudadano privado”, “persona común”,” persona dedicada a sus propios asuntos”.

Tras un lento proceso, que duró decenas de años, la ciudad de Atenas había conseguido dotarse de un sistema democrático sorprendente e insólito, si no tenemos en cuenta dos gravísimas carencias que hoy nos resultan justamente intolerables: la esclavitud y el ninguneo político de las mujeres, pero los varones libres de la ciudad alcanzaron un grado de isonomía, es decir, de igualitarismo ciudadano ante la ley, que no ha sido ni frecuente, ni común a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía.

El Lógos epitaphios o “discurso fúnebre” que Tucídides pone en boca de Pericles, describe ese sistema democrático en unos términos de una hermosísima sencillez y que siguen siendo válidos aún hoy ; para que se hagan ustedes una idea, durante el franquismo ese texto estaba excluido de todas las antologías y libros escolares y los estudiantes de griego de entonces nos emocionábamos cuando al fin éramos capaces de localizarlo, de entenderlo y de traducirlo.

El caso es que en aquella joven democracia el desempeño de cargos políticos y la gobernación de la ciudad en un principio no estaban remunerados y, en consecuencia, solo los ricos podían dedicarse a ello. Se generó el lógico resentimiento entre los ciudadanos de la clase más desfavorecida que consiguió, por mayoría de la Asamblea, que los cargos fuesen remunerados para que así todos pudiesen ejercer las labores de gobierno.

La posibilidad de que cualquier persona sin patrimonio, oficio, ni trabajo pudiese acceder a unos ingresos públicos, acabó conduciendo en poco tiempo a que los más necesitados empezaran a ocupar los cargos y desplazaran a los aristoi, “los mejores”, que paulatinamente se fueron alejando de la cosa pública y volvieron a dedicarse a lo suyo, es decir, volvieron a ser unos idiotai. De este modo, el término empezó a derivar semánticamente, adoptando nuevos significados como los de “pasota”, “desinteresado por la política”, “ignorante” y, finalmente, “estúpido”.

No faltan comentarios y análisis de poetas, oradores y filósofos griegos que jalonan esa deriva semántica, pero voy a traer a colación solo a un viejo conocido, Isócrates.

El pobre Isócrates que, tras un inicial entusiasmo, acabó viendo con mucha aprensión las ambiciones de Filipo de Macedonia sobre Atenas y otras ciudades, siglos después de su muerte fue objeto de linchamiento por algunos filólogos alemanes, quienes establecían una correlación tan simplista como eficaz: Filipo era un Führer como Hitler, e Isócrates era, por lo tanto, un decadente demócrata liberal. Incluso Antonio Tovar, deslumbrado en su juventud por la atmósfera nacionalsocialista de la universidad de Berlín, al presentarnos la figura de Isócrates en uno de sus libritos primerizos dice algo así (cito de memoria): “Llega Isócrates, aparece el judío”.¡El pobre Isócrates, que era de natural enclenque, de escasa voz y tirando a muy tímido era así interpretado anacrónicamente como si hubiera sido un esforzado luchador antifascista!

Cuando Filipo derrotó por fin a los atenienses y a sus confederados en la batalla de Queronea, en el año 338 antes de Cristo, Isócrates se declaró en huelga de hambre y se dejó morir. Ya puestos a incurrir en anacronismos, yo podría añadir aquí “a la manera de Walter Benjamin”.

Unos años antes de su muerte Isócrates había dejado escrito: Nuestra democracia se autodestruye porque ha abusado del derecho de igualdad y del derecho de libertad, porque ha enseñado al ciudadano a considerar la impertinencia en las palabras como igualdad y la anarquía como felicidad.

¿Estaremos acaso condenados a repetir interminablemente algunos errores políticos, como un Sísifo que nunca alcanza con su carga la cumbre de la montaña, es decir, la sensatez?

Javier López Facal